Salvador Sostres el 23 nov, 2020 Mi mujer tiene lo que yo llamo las cuatro frases de reacción ante lo extraordinario. La primera es, lógicamente, insultarme. Gritarme y hacerme ver lo que llego a perjudicarla. Con ella he aprendido a fortalecer mis ilusiones, a mantenerlas a salvo de la descarga. Un viaje, un restaurante, un espectáculo que estoy seguro que le gustará, y a los que por supuesto voy a invitarla, aprendo a amarlos por encima de la ráfaga con que de entrada van a ser fusilados. Es un aprendizaje maduro, incluso otoñal, no dejarse llevar por el desánimo cuando tus regalos, en lugar de provocar el júbilo esperado, estallan en la confusión, la devastación e incluso alguna lágrima. ¿Sabes qué es ser valiente? Acabarte de dejar medio salario en unos billetes de avión, un gran hotel y la provisión de fondos para los restaurantes, y no desfallecer cuando por todo ello estás siendo acribillado. Es su reacción visceral contra el imprevisto. El desorden de fuera causándole por dentro un desorden aún más descomunal. Antes me enfadaba, me indignaba y perdía la ilusión por lo que había planeado. Ahora simplemente sé que estoy en la primera fase. La segunda fase llega al cabo de unas horas, o de unos días, dependiendo de la inminencia de mi propuesta. Es una fase más calmada, más conversada. De culpable paso a sólo sospechoso, y en lugar de gritos e insultos asisto a un fenomenal listado de los graves inconvenientes que mi idea tiene. Desde los puramente rutinarios hasta los que podrían provocarnos nada menos que la muerte. Es una fase interesante, porque como los lectores saben, mis ideas suelen limitarse a un viaje a París, a San Sebastián, a Londres o a Sevilla, y a este o aquel restaurante. Y entonces claro, casi nunca interrumpo a mi esposa en su listado, aunque sólo sea por la curiosidad de ver por dónde acechará esta vez la muerte. Esta segunda fase es aún sorda y opaca, pero gracias a lo aprendido en la fase primera, resisto bien el desgaste y cuando contra cada uno de sus tanques tengo preparada una respuesta mucho más armada, poco a poco y de fondo, amanece. Yo hay dos cosas que no sé hacer: la primera es restar y la segunda es ver inconvenientes. Restar me parece una pena, con lo bien que íbamos. Los inconvenientes no sé ni qué son cuando alguien me ofrece algo sensacional, y si en algún momento surgen, con el mismo ímpetu de la alegría, me los llevo por delante. La tercera fase no existe. Es un largo silencio, un vacío amorfo, aunque normalmente tenso, pero en el que nada sucede. Es una nube, es un paréntesis entre los inconvenientes de la segunda y el instante en que nos dirigimos hacia el acontecimiento. Y finalmente llega la fase cuarta, en que todo lo planeado se desencadena y ella lo encuentra estupendo. Es fascinante con qué velocidad se pasa de un estado de ánimo a otro y lo poco que dura el reconocimiento a mi firmeza durante el proceso. Otro aprendizaje otoñal es no esperar nunca ningún premio. Me llevó un tiempo primero entender y luego acostumbrarme a las cuatro fases. Pero pasar de la irritación a la ternura es el resumen de todas las sabidurías. A veces veo tu cara como si llevara puestas las gafas de leer y entonces tu sonrisa me parece más suave de lo que nunca fue. Si de verdad me molestaran tus cuatro fases, no insistiría en permanecer en mi primer y único tiempo, que es el de contar siempre contigo, a pesar de que me reproches -y sea inevitablemente cierto- que el gran amor sea nuestra hija. Pero después estás siempre tú, y esto tiene mérito que todavía pueda decirlo después de como nos han ido algunos de estos trece años. Hay algo que siempre me aleja de ti y algo que siempre me devuelve a tu lado. Por intensa que sea la descarga no pierdo nunca la esperanza de un día sorprenderte de entrada, y nunca nada me ha parecido más emocionante y hermoso que nuestra pequeña, imperfecta, maravillosa familia. Tú eres mi viaje más largo y yo el tuyo. Esto tendría que calmarnos, ¿no crees? Se nos hizo la hora de aceptar los trenes. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 23 nov, 2020