Ahí hemos visto a Quico Homs, el independentista. Ahí hemos visto la veracidad y la nobleza de su discurso secesionista, y el precio que tiene su honor.
La antigua Convergència se vendía a cambio de transacciones mucho más brillantes. La última vez que pactó con el PP consiguió eliminar el servicio militar obligatorio, la transferencia de la recaudación del 30 por ciento del IRPF y de los Mossos d’Esquadra, y Aznar hablaba catalán en en la intimidad.
Pero aquí ha venido el señor Quico con su nuevo partido y sus nuevas siglas, con su gesticulación del estreñido y su carraca independentista, con sus lecciones de democracia y sus severísimas críticas al funcionamiento del Estado para venderse al precio más bajo desde que Anguita se equivocó de enemigo.
Este chico y su partido insisten en que les tomemos en serio cuando dicen que se van, y que se van mañana, pero votan junto al PP y Ciudadanos para cobrar el millón de euros que te asegura tener grupo parlamentario. La independencia era esto. El derecho de decidir tenia este precio. La supuesta dignidad de los catalanes, de cuya llama se reivindican portadores, alumbra sólo hasta la segunda vuelta de una votación menor.
Ahí hemos visto al señor Quico sucumbiendo como un hijo rebelde -y tontolaba- ante la paga del padre. Y de señalar a Rajoy como enemigo de Cataluña y a Ciudadanos de querer extinguir el catalán, hemos pasado a cantarles un villancico a cambio de la voluntad.
El señor Quico ha sido siempre el paradigma de la limitación y la vulgaridad. Lo llevo escribiendo muchos años. Pero ni siquiera yo, que soy quien mejor conoce su impostura y su bajeza, habría jamás imaginado que un día se retrataría de un modo tan inequívoco e inapelable. No hay nada, por insultante que sea, que se le pueda decir a este hombre, que él no confirmara ayer con su actuación en el Congreso.
La moral de esta historia es que todos tenemos un precio. Todos. Siempre llega un punto en que somos débiles. Yo querría traerles mejores noticias, pero esto es lo que hay, y es mejor saberlo. La diferencia no está por lo tanto entre los que nos vendemos y los que no nos vendemos, sino entre aquellos que tenemos claro cuál es nuestra tarifa y la negociamos al alza siempre que podemos; y los pobres desgraciados que se creen los ultrapuros, y la negociación les pilla por sorpresa, y se acaban vendiendo los más baratos.
Mira, ahí viene el señor Quico como si llegara de cerrar a las ocas. Él no lo sabe, pero lleva un cartel colgando del pecho con su precio. Y el problema de cuando todo el mundo sabe tu cifra es que cada vez te ofrecen menos.
Y más en este país nuestro, donde siempre hubo más rotonderas que clientes.
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