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Blogs French 75 por Salvador Sostres

El vestido de mi mujer

Salvador Sostres el

Todo nos ha pasado en El Bulli aunque nunca hayamos estado. El Bulli cuya mayor aportación a la historia de la gastronomía fue la libertad. Ferran fue el primero en hacer saltar por los aires la rigidez de la hasta entonces hegemónica cocina francesa. Los dos platos, el orden de primero lo salado y luego lo dulce, la temperatura establecida para cada producto. Todo implosionó, y también el concepto de servicio, que se volvió más flexible y cercano, y dejó de examinar al cliente, sobre todo al nuevo, para pasar a acompañarle. De fondo estaba Ferran, y sus circunstancias, y sus amigos, y sus padres. Un buen chico de L’Hospitalet nunca se habría sentido cómodo enredado en según qué parafernalia ni cobrando determinados precios. El Bulli fue el primer restaurante del mundo al que no sólo podías acudir en blue jeans sino que no desentonabas, y también el primero cuyo menú nunca superó los 200 euros. 

Perdimos la formalidad pero ganamos el talento. Con Ferran el foco dejó de ponerse en la fiesta social que significa salir a cenar, para ponerlo en la calidad, en la técnica y en la sorpresa que cada una de sus creaciones encerraba. Y en la idea que el cocinero quería transmitir como si fuera un escritor o un pintor. Cada plato contuvo el deseo de un mundo mejor. Estas metáforas, de las que tantos mediocres se han aprovechado, fueron exactas en su caso. Y del mismo modo que nunca le importó su dinero, el de sus clientes tampoco. Y mucho menos cómo fuéramos vestidos a su restaurante. 

Esta libertad fue llegando, de arriba hacia abajo, que es como fructifica lo bello, por mucho que digan los indignados, a los demás cocineros. Primero, por proximidad, a los catalanes. Luego, por extensión, a todos los rincones de España. Y por ello en nuestro país es donde se come más sorprendente, más brillante y más barato. Ferran, como los genios hacen con su oficio, elevó la gastronomía a categoría artística y la explosión de poder creativo que ha propiciado es superior a la de la nouvelle cuisine. Eso sí, el mes pasado le compré a mi mujer un vestido de noche en París, y me dijo que en Barcelona nunca podría ponérselo, porque ya nadie nunca se arregla para nada.

Si Ferran fundó el concepto de lujo nuevo, los Estados Unidos lo explotaron dándole profundidad comercial. Pero hubo bajas, también, y algunos tesoros que se llevaron por delante. Son una nación demasiado joven para comprender el lujo, y para saber interpretarlo. Todo lo fían al tamaño. 

En la parte positiva, asistimos al nacimiento de Nobu y su nuevo concepto del lujo. Un gran local, con capacidad para más de cien personas y situado en las mejores zonas de cada ciudad. Decoración moderna y sinuosa, poco gasto en cubertería y en manteles, un servicio joven, sexy, intercambiable, vestido de negro y con la camiseta ajustada. Una carta con quince platos magistrales, fáciles de producir en serie, y algunas improvisaciones -pocas- de temporada. Nobu está en más de 30 ciudades, asociado con empresarios locales, que asumen el riesgo del negocio y le dan el cinco por ciento de la facturación anual. Nobu fue el primer negocio gastronómico moderno, y es uno de los cocineros más ricos del mundo. Su nuevo sentido informal del lujo acabó cambiando las costumbres tan rígidas de una ciudad como Londres, donde costaba cenar más tarde de las siete. Nobu fue el primero en aceptar reservas hasta las 22:30 y Londres dejó de despreciar a los turistas para crecer con ellos. 

El dinero no ha sido ajeno al cambio de costumbres. La elegancia es poco rentable y los cinco turnos de Nobu -dos para el almuerzo y tres para la cena-, le aseguran en su restaurante londinense de Park Lane una media de 200 personas al día a 80-100 libras por persona. Los grandes restaurantes clásicos cuestab 300 libras pero sólo pueden recibir a 50-60 personas por día. Por ello su contabilidad empezó a naufragar, especialmente cuando se impusieron los convenios colectivos, las inspecciones fiscales sobre las propinas, y la obligación de declarar de las horas extra. No es descabellada la frase de que la democracia acabó con el lujo. La democracia, con toda su justicia, y con toda su vulgaridad.

En el lado indiscutiblemente negativo, y de ninguna manera ajeno a esta vulgaridad, están las grandes cadenas americanas de hoteles de lujo, que todo lo han uniformizado y del modo más lamentable. El peor crimen lo han cometido precisamente en Londres, con la destrucción del mítico hotel Connaught. En este hotel sólo los ingleses tenían derecho a hospedarse, con la alta excepción mundial de Emilio Botín padre, muy amigo del propietario. El bar de la entrada parecía estar siempre preparado para recibir a la Reina. El bar americano inspiraba tardes de confesiones con tu padre. En el restaurante, te cambiaban el mantel entre el primer y el segundo plato. Todo se lo cargó la reforma y el Connaught, que era único, se parece hoy a cualquier otra posada. Probablemente gane más dinero que antes, pero la metáfora de La Civilización que era ha desaparecido para siempre, y campan rusos y chinos y árabes pisoteando su cadáver.

Un mundo nuevo y vigoroso surgió cuando el talento empezó a prevalecer ante el linaje. Fue un momento emocionante. El Bulli iluminó a su tiempo. Pero las formas que hacían que el mundo fuera mundo se fueron desvaneciendo. El comercio, que genera sin duda sociedades más abiertas, y la globalización, que es ridículo discutir que ha contribuido a reducir desigualdades, nos han vuelto más libres, y más prósperos, pero también más groseros y más vulgares. La democracia iguala y el igualitarismo es lo más mal educado. Un mundo viejo y apasionante se hundió el día que la doméstica empezó a tener contrato.

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