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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Geranium, una cocina para vivir muchos años

Salvador Sostres el

Mi hija sabía que se lo jugaba todo en Geranium. Uno de esos momentos en la vida en que la suerte se decanta. Yo le había querido transmitir exactamente esta idea y la había entendido. Era consciente de lo que esperábamos de ella. Fuimos andando al restaurante, situado en una de las esquinas del estadio del equipo de fútbol local, fue un largo paseo desde el parque Tívoli. Hablamos de otras cosas pero había tensión en la conversación, momentos de silencio que todos sabíamos en lo que estábamos pensando, mi hija puesta delante de sí misma, acompañada por sus padres pero sola ante su primer reto de adulta.

Geranium es un restaurante femenino, tenue. No es tan exigente en los gustos, ni tan circense en los productos como Noma, pero requiere toda tu atención si de verdad quieres entenderlo. Todo muy suave, nada estridente, el chef Rasmus Kofoed me dice que quiere que su espacio ayude a los clientes a conectar con sus sentidos. Me lo dice en una breve entrevista que me concede justo antes de pasar a la mesa. Y cuando escucho la frase me doy cuenta de que debo tomar una decisión fundamental: si sigo interesándome en lo que me cuenta o asumo que estoy hablando con un absoluto imbécil. Decido en pocos segundos pero debo confesar que dudo.

No puede causarme más disgusto el discurso de los sentidos, de la comida saludable, del equilibrio del cuerpo y la naturaleza. Ni más disgusto ni desprecio. Pero hay algo sincero, inocente, en este hombre de 44 años, delgado, ojos azules, flequillo típicamente danés que se retiene de caer justo en el último instante. Le pregunto para qué quiere tanta salud y me responde que para vivir muchos años y poder cumplir su misión, pero lleva desde 2010 presentando el mismo menú y yo pienso que podría aprovechar mejor su tiempo.

Sus platos son todos extremadamente bellos, compensados, intencionados. A todos les falta un punto de mala leche, pero no porque el cocinero no sepa más, sino porque ésta es su manera de entender el mundo, y de relacionarse con él. Maria se enfrenta a cada plato no sólo con la entereza de quien cumple con lo que se le ha pedido sino con la inteligencia de quien quiere sacar provecho de la experiencia. Todo lo prueba y de todo intenta decir algo que vaya más allá de si le gusta o no, pero yo la conozco y sé que no sólo no le gusta nada de lo que está comiendo sino que piensa que esta cocina y este cocinero no son lo que ella espera del arte ni de la vida. Yo era a su edad como ella. Aún soy, de hecho, como ella. Pero con el tiempo he aprendido a apreciar caracteres más suaves, talentos de igual altura pero que se difunden en frecuencias de menor intensidad. Continúo pensando que la poesía es la élite de la Literatura y que no hay verdad sin abismo y que lo que no tiembla en el alambre es a la postre poco importante. Pero algo sucede en Geranium, algo profundamente conmovedor y bello, algo que efectivamente detiene la velocidad del mundo y cada plato te mece en un arrullo que te devuelve a una cierta inocencia. La casi imperceptible iluminación, azul cielo y rosa, recuerda a las peladillas de la Primera Comunión. El mármol de merluza con caviar y una leve salsa de mantequilla no es revolucionario pero es perfecto y precioso, como poder hallar la paz en el ojo del huracán. El chef Rasmus es sincero cuando habla de los sentidos y del bienestar que produce hacerlo todo más bonito y más despacio.

La historia de Geranium tiene que ver con este mismo carácter de su creador. Todo en este restaurante ha ido creciendo en la medida que el chef ha crecido y se ha sentido seguro haciendo cosas nuevas. El taller creativo, la variedad y la amplitud del menú, así como la comodidad de la sala, han sido logros ganados con esfuerzo y dedicación a lo largo de los once años que este restaurante lleva abierto. Las clasificaciones y las listas, que en cierto modo son necesarias, morbosas y divertidas, son en mucha mayor medida bastante absurdas. Geranium tiene tres estrellas en la Guía Michelin y en la lista “50 Best”, hoy más influyente que la guía francesa, y que ordena los 50 mejores restaurantes del mundo, está considerado el número dos. Yo no creo que en un mundo en el que existe Mugaritz, Disfrutar, Etxebarri, Dos Palillos o Aponiente, Geranium sea el segundo. No necesito que lo sea para que me interese, pero no me parece justo, ni razonable, premiar de este modo a un chef que al fin y al cabo va a tardar 11 años en cambiar su menú principal -el nuevo lo estrenará en enero-, cuando Andoni Adúriz o Ángel León hacen la revolución cada temporada, y hay años que no sólo una. El chef Rasmus me parece un chef único, distinto de todos los demás, y no necesito compararlo con nadie para resaltar su valor y su importancia. Pero puestos a hacer listas, y unas listas basadas, sobre todo, en la inteligencia creativa, me parece que los chefs que he mencionado merecen mayor consideración que la de Geranium.

En cambio para Maria, no es el segundo sino el primer restaurante realmente exigente para ella. El primero en que tenía que hacer algo más que disfrutar para entrar en la lógica y en la sensibilidad de su autor. Ni le gustan las verduras ni le suele apetecer salir de la zona de confort de los restaurantes que ya conoce, y ya la conocen, y todo fluye según lo que a ella le gusta y quiere, y simplemente ignora el resto. Se sienta en el borde de la silla, con la espalda recta, para estar más atenta que cómoda, guarda silencio para probar cada plato, procura no poner caras de aprobación o de disgusto y piensa algo inteligente que decir sobre lo que acaba de comer; y si no se le ocurre nada, escucha lo que decimos los mayores para intervenir en un sentido u otro, o preguntar lo que no ha entendido. No busca mi protección, ni mi ayuda en ningún momento. Si tiene algo que decir, se lo dice al camarero, como un plato que no se termina, pero especificando que no es porque no le guste sino porque está ya muy llena y aún quedan tres. Come exactamente lo mismo que nosotros. La única variación son las bebidas. En sustitución de los vinos, le sirven una serie de cócteles frutales, lógicamente sin alcohol, entre el que destaca uno de manzana y tomillo.

A diferencia de Noma, de gustos muy repetitivos, cada plato en Geranium es un mundo, con sus ingredientes distintos y definidos. Cada plato cuenta una historia que tiene sentido por sí misma, y el hilo que los cose es la delicadeza y la belleza, pero usando siempre nuevos recursos. El chef Rasmus está en un momento decisivo, puesto que tras unos días de descanso en diciembre, presentará en enero un menú totalmente nuevo y renunciará a los platos que durante estos once años le han llevado a la cima de la alta cocina mundial. También renunciará a la carne, y todos sus productos serán ecológicos, buscando lo saludable en su restaurante como lo busca en su comida diaria. Angélica, su segundo restaurante, que de momento sólo ha abierto intermitentemente, es y será a partir de enero estrictamente vegano. Cuesta de pronosticar si en lo nuevo habrá grandes sorpresas o continuidad, pero lo que seguro que no habrá es comedia, ni ganas de estirar fraudulentamente sus grandes éxitos. Toda la distancia conceptual y vital que puedo sentir con los postulados de este chef, lo siento de proximidad con la persona y el artista, con la obra en su austeridad estilizada. Con su fragilidad. Con su honestidad. Podía haber tardado un poco menos en cambiar, podía tomarse más en serio la gran tensión del mundo y hacer un poco menos de deporte -corre 75 kilómetros a la semana- y sentir un poco más de vacío y de angustia, y esa desesperación que nos lleva a lo más hondo de nosotros mismos, que es lo más oscuro y de dónde siempre brota la canción. Pero el chef Rasmus es de verdad y muestre lo que muestre que en enero será fruto de la reflexión, de la pulcritud y del trabajo, y será máximo el grado de compromiso que establecerá con ello.

Este mismo grado de compromiso, esta tensión es la que yo busqué en Maria cuando decidí llevarla a Geranium. He educado a mi hija en los grandes hoteles y restaurantes, que es donde la vida se representa de un modo más pletórica y letal, con todo lo hermoso y todo lo que nos deja solos en la primera línea de fuego, con todo el gozo de vivir pero también la contención, y hasta la dureza, que hace falta para saber ser un cliente decisivo en estas maravillosas casas. Un niño -y esto lo he escrito muchas veces- que sabe comportarse en un restaurante, sabe comportarse en todas partes. Pero en Geranium buscaba algo más de mi hija que un buen comportamiento. Buscaba, y encontré, un grado de implicación superior, el siguiente escalón en madurez, en el que entendiera que sus opiniones y sus caprichos son menos importantes que su información y su inteligencia; y que todos tenemos una opinión, y que no es en verdad muy relevante, sobre todo si lo comparamos con saber, con conocer, con poder poner en relación las cosas que sabemos para ser mejores. Cuando el almuerzo terminó, sobre las 17:30 -había empezado a las 12- y antes de abandonar el restaurante, me senté con mi hija en unos asientos cerca de la ventana que daban al terreno de juego. Le pregunté entonces su opinión, la que todavía no me había expresado, y como casi discuplándose me dijo que no le había gustado nada. Que todo le había interesado, que de todo había aprendido, que estaba contenta de haber comprobado con qué poca dificultad podía comerse cosas que no le gustaban si podía concederles algún valor, como el indudable valor que cada plato de Geranium tenía. Le dije que tenía más mérito así, sin haberle gustado. Que la experiencia tenía más mérito, y más sentido, tal como yo la había planteado, si ella había podido participar activamente, e inteligentemente, de la obra de un gran chef sin que los ingredientes le gustaran. Maria había cumplido. Maria a sus 10 años. Geranium había cumplido. Anna y yo como padres habíamos cumplido. Salimos del restaurante cuando ya la negra noche de Copenhague había caído y era tan oscuro que apenas podía distinguirse el relieve del camino.

Maria nos preguntó si volveríamos a Geranium y yo le pregunté si tenía ganas de volver. Me respondió que sí, y le pregunté que por qué, si no le había gustado. Y entonces nos explicó que para ella Geranium siempre sería importante. Siempre sería su primera vez en que fue de un modo adulto a un restaurante. Dijo algo más letal: “siempre será el primer restaurante al que fui sola”, y que siempre iba a recordar cómo lo afrontó no sólo para capearlo sino para aprender a disfrutar en terreno hostil. Esto es exactamente lo que esperaba de mi hija, y esta es la clase de aprendizaje que sólo un gran restaurante puede ofrecer. Tiene que ver con la gastronomía, tiene que ver con que la alta cocina es arte, la primera forma de cultura, aunque los medios de comunicación no lo entiendan y se ocupen de ella en sus páginas más frívolas. Pero sobre todo tiene que ver con la celebración de la vida que cada gran restaurante es, con el resumen de pasión y drama que representa y encarna; con que todo lo importante que sucede entre personas civilizadas sucede alrededor de una mesa y esta familia que se aleja en la oscuridad deja atrás un momento maravilloso de su vida, y no exactamente por la merluza, ni por el caviar, sino por podernos marchar los tres con todas las lecciones aprendidas.

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