Rajoy no tiene ninguna necesidad de volver a ser presidente, ni creo que en el fondo tenga demasiadas ganas de serlo.
Pero el poder como cualquier vicio engancha y entras en una diabólica dinámica. Por mucho que algunos se irriten cuando se lo dicen, la gente que fuma dos paquetes al día no fuma porque le guste sino por la adicción, incluso sabiendo que mata.
A Rajoy le sucede un poco lo mismo, y es la adicción y no el gusto -ni siquiera el interés- lo que le mantiene en una carrera que nada nuevo va a aportarle y que además podría exigirle algún sacrificio humillante.
¿Por qué no se suelta y dice la verdad, y que sea lo que Dios quiera? Yo creo que es su contención lo que le estanca alrededor de los 120 diputados. Que diga lo que piensa sobre los españoles y nuestro modo de quejarnos, sus adversarios políticos, sobre la economía que nos espera, que se muestre tan gallego como es; y que si gana sea haciendo algo realmente brillante, y si pierde que sepa por qué.
Hemos salido o casi salido de una crisis endiablada y no quiero sugerir que no haya sido brillante conseguirlo, ni que Rajoy no tenga su importante parte de mérito.
Pero continuamos anclados en la crisis moral, en la profunda crisis moral de un país en el que los que podrían decir la verdad se la callan por miedo de caer antipáticos y por eso las mentiras proliferan tanto y circulan a tanta velocidad.
Ante la tontería infinita de Pedro Sánchez, está Rajoy como un frontón, devolviéndole como mucho los pedazos inconexos de su absurda imagen, pero sin atreverse a decirle que es tonto. No pasa nada, presidente. Pedro Sánchez es tonto y usted lo sabe, y los españoles le van a entender perfectamente si lo dice, porque en el fondo también lo saben, pero asfixiados por el fascismo de la corrección política, no se han atrevido ni a pensarlo. Pedro Sánchez es tonto, sus ideas, por llamarlo de algún modo, son una tontería, una especie de porno soft de la señorita Pepis que no lleva a ninguna parte, pero si el presidente Rajoy no es capaz de decirlo, y de asumir la posición de fortaleza de decirlo, al final la tontería de Pedro Sánchez va instalándose en la normalidad, y como el que la sabía, no ha dicho la verdad, la mentira arraiga.
Lo de Albert Rivera no es tan dramático como lo de Pedro Sánchez, pero a nadie se le escapa que un registrador de la propiedad habrá sabido detectar que hay poco pollo para tanta farsa. Que lo diga, que diga qué piensa del exhibicionismo Albert, de ese “te llamo para decirte que no te digo nada” tan de Ciudadanos, un partido con muchas más ganas de hablar que cosas que decir. Bajémonos una botella de whisky, presidente, y hágale el inmenso favor a España de decirle, ni que sólo sea por esta vez, la verdad.
¿No se siente responsable del avance de Pablo Iglesias? ¿No cree que un poco de verdad descarnada, dicha con las palabras necesarias, nos ahorraría este estropicio tan desagradable?
¿Y la socialdemocracia? ¿Por qué no dice la verdad sobre el Estado del Bienestar, sobre su bancarrota inminente; la verdad aunque duela, porque sólo así podremos adaptarnos a ella.
Mi querido presidente, avancemos. Y si tenemos que palmar, que sea en acto de servicio y no en el cambio de cromos de un despacho. Diga la verdad. No la mía, la suya. Diga lo que usted realmente piensa de España, de los españoles, de sus rivales políticos, de los retos que nos esperan. Diga lo que piensa sin que le importe ninguna aritmética, y que éste sea su legado.
Diga la verdad. Dígala para los que se sienten asfixiados y solos, para los que empiezan a desfallecer y a creer que los locos son ellos, y no la banda de majaras que les rodean y cada vez son más. Dígala para los que nos merecemos poder volver a sonreír escuchando a nuestro presidente; dígala para los que sabemos que la complejidad no es un vicio y que el sentido del humor es el estandarte de la inteligencia.
Sé perfectamente que no va a hacerme caso, y que probablemente sea la decisión acertada. Pero mientras prime la estrategia del bajo perfil, de lo establecido y de los cánones fascistas de la corrección política, será presidente de un país huérfano, de un país polizonte en la patera de la gran mentira, desarticulado por la demagogia, con camellos del engaño vendiendo sus patrañas como cocaína por las calles.
Mejorará la economía, mejorará el consumo, y por decirlo del modo más sencillo, habrá menos lío, lo que sin duda no es un logro menor; pero el paradigma del mal continuará creciendo y cada vez será más difícil dirigirse a alguien que pueda entendernos.
Presidente, usted es el único líder político en España con algo valioso que contarnos. Usted es el único líder que sabe cómo está nuestra economía y por qué, y la clase de paradigma nuevo que necesitaríamos para ser un país moderno, y que naturalmente comportaría el incendio de algunos centenares de containers, en ese tipo de respuesta tan elaborada que da siempre la turba cuando se la invita a razonar. Usted mejor que nadie conoce, también, la ignorancia con que se manejan ciertos tópicos en España, y a dónde lleva el igualitarismo atroz de los que quieren salvarnos. Y usted es también el único de nuestros líderes que no es un Narciso, ni un muerto de hambre de vanidad, el único que no necesita desesperadamente el poder, ni figurar, para afirmarse, para estar tranquilo, para ser alguien. Presidente: hasta se podría permitir el lujo de hacer autocrítica, de reírse de sus propios defectos y limitaciones, para convocarnos a todos a un pacto nuevo al que, por supuesto, no todos acudirían, pero este país volvería a tener una verdad en la que basarse, una idea en la que mirarse en lugar de tener que ir a pasear cada noche al callejón del Gato, donde la socialdemocracia reflejada en los espejos cóncavos da el populismo.
La cosa se está poniendo gris mientras todo el mundo continúa hablando de los días soleados de su infancia. La verdad recula enmudecida y la mentira cabalga a lomos de la ignorancia. Recuerdo a una chica que desde muy joven exigía que todo el mundo respetara sus decisiones, y así su padre se mordió la lengua cuando le dijo que iba a estudiar Bellas Artes. Pasados los años, cuando la niña quiso dedicarse a la empresa familiar y se dio cuenta de la absurdidad de sus estudios, le reprochó a su padre: “es culpa tuya, porque no me obligaste a estudiar Esade”.
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