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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Albert y los espejos

Salvador Sostres el

En la atracción de Blancanieves he pensado mucho en Albert Rivera. Bueno, he pensado un poco en Albert Rivera, porque la atracción es tan bella como corta. Ese gusto por el espejo sólo puede conducir al estéril ensimismamiento.

He recordado algunas épocas en mi vida en que organizaba números memorables para seducir a algunas chicas; algunos de ellos tan extraordinarios que quiero algún día contarlos en un libro. Mientras organizaba la sorpresa, el casi milagro, que lo mágico sucediera, me daba cuenta de que en el fondo quería gustarme a mí mismo a través de mi talento y de la fascinación que pudiera causarle; pero que ella en sí misma, ella como persona sensible, me interesaba más bien poco en comparación con las ganas que yo tenía de mirarme y mirarme y volverme a mirar en el espejo de todas las vanidades para que me dijera que yo era el único chico despierto de la ciudad.

Albert Rivera no tiene un equipo, no tiene un plan, no tiene una idea clara ni comprensible de cómo ponerse a trabajar, ni nosotros le interesamos demasiado. Le interesamos como a mí me interesaban las chicas de entonces, como aplauso, como espejo, como la madrastra de Blancanieves.

Cuando se critica al presidente por no pasarse el día en la televisión hablando de esto y de aquello habría que recordar que Nicolás Maduro tiene un programa para él solo, y que la fundamental diferencia que ha existido en estos cuatro años en que hemos superado una salvaje crisis económica y hemos reducido el separatismo en Cataluña a sus tribales contradicciones, es que mientras Rivera se los ha pasado de turismo mediático por todas las radios y televisiones de España, el presidente Rajoy ha estado trabajando para que hoy podamos plantearnos el presente y el futuro de España desde la confianza, la recuperación y la fundada esperanza.

La presidencia del Gobierno no es Eurovisión, ni el circo, ni la liga nacional de debate. Es algo más serio, más sobrio, más solitario. Y a la vez tiene más que ver con los demás que con uno mismo, y quien la encarne tiene que estar dispuesto a que todos los espejos se resquebrajen para defender aquello en lo que cree y que una idea clara del progreso y la libertad prosperen.

No me parece que Albert haya llegado todavía ni a la edad, ni al temple, ni a la generosidad ni a la inteligencia de poderse desprender de su insensata colección de espejos.

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