El sábado por la tarde le cayó el primer diente a mi hija. Luego salimos a cenar con mi esposa y unos amigos y sobre la medianoche, la niña, que todavía no se había dormido, me llamó desde el móvil de la canguro para decirme que cuando volviéramos a casa entráramos con cuidado de no pisar al Ratoncito Pérez por si coincidíamos con su visita.
Siempre he pensado que vivir consiste en tener cuidado de no pisar al ratoncito ni las flores extrañas ni las pequeñas patrias olvidadas. Me hizo gracia que Maria me llamara para decírmelo: y esa gran vanidad de los padres cuando vemos cómo se nos parecen los hijos.
Siempre he elegido a mis amigos por si sabían andar sin pisar al ratoncito, por si conocían la Gracia que subyace, el ritmo interno de las cosas que hace que la vida sea algo más que una acumulación de hechos sucesivos.
Yo soy el que me negué a dejar de creer en los Reyes Magos y tuve que pelear contra un batallón de descreídos. Lo mismo con Santa Claus y con el Pato Donald. Lo del Pato es lo que me costó más pero al final gané y la verdad es que me ha ido muy bien aunque sólo sea porque me he librado de ser un vulgar agnóstico engreído.
Hay un ratoncito que nos salva del purgatorio de sobrevivir y depende de nuestro talento no pisotearlo. Hay gente que cree que hablar de lo que te cuentan tus hijos es cursi y que las criaturas maravillosas no existen. Son la gran mediocridad de la Tierra, los escépticos que se creen más inteligentes porque de tan seca que tienen el alma no recuerdan que es lo único que les define.
Pero tampoco importa demasiado porque para los que sostenemos el mundo con nuestras manos todo es ternura y sabemos que lo que verdaderamente importa empieza y termina en una llamada de tu hija para decirte que tengas cuidado cuando llegues a casa de no pisar al ratoncito.
Salvador
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