Salvador Sostres el 26 abr, 2016 El sábado me despertó muy pronto un intenso dolor en la base de la uña del dedo anular de mi mano derecha. Que me duela la derecha, pensé, es una metáfora. Acudà a urgencias porque tenÃa una hinchazón que nada bueno presagiaba. Me atendieron, me cuidaron, me hicieron daño. De regreso a casa, es un paseo muy amable, eran poco más de las siete de la mañana, el sol se reflejaba en los charcos, el césped de los jardines olÃa a verano, la noche anterior lo habÃamos pasado estupendo cenando con Arcadi y su esposa, y podÃa decirse que mi mujer y yo llevábamos una buena racha. Ese bienestar de fondo que tan confortable resulta cuando se instala. Esa inercia positiva tan fructÃfera como desesperante resulta la negativa cuando quieres sortearla y te encallas y te hundes y no hay modo de dejarla atrás. Estaba contento. O todavÃa mejor, pletórico. Se presentaba una maña estupenda de paseo y compras, siempre por nuestro barrio, que es el correcto, alejados de la hórrida barbarie de Sant Jordi. Y además el dedo que me dolÃa ya no le dolÃa tanto, y el vendaje que me habÃan aplicado tenÃa un distinguido estilo aristocrático y me gustaba mirarlo. Llegué a casa y todavÃa no eran las ocho. Anna y la niña continuaban durmiendo. Me puse a escribir un artÃculo sobre el inmediato sistema de compensaciones de Dios a propósito del restaurante donde habÃamos cenado con Patricia y con Arcadi. Me agradó cómo conseguà resolverlo. Sobre las diez me llamó un amigo de esos a los que prefiero no contrariar, ni mucho menos tenerle que decir que no. Me pidió mesa para seis, para aquella misma noche, en TÃckets o en cualquier restaurante “asà un poco especial que se te ocurra”. Lo que suelo poder arreglar, por imposible que resulte al resto de los mortales, se me empezó a resistir desde la primera llamada. En Tickets me dijeron que imposible, sábado y Sant Jordi, y que hasta al mismo Ferran le habÃan negado una mesa; en Hoja Santa, el chef Paco Méndez estaba de viaje en México, y la recepcionista que me atendió me dio trato de turista. En Kru ni presionando a uno de los mejores maîtres del mundo, Pol Perelló, querido amigo mÃo, puede conseguir un respiro. En Disfrutar me dijeron que lo intentarÃan de un modo tan agónico que ya se veÃa que sabÃan que no podrÃan, pero querÃan esperar a reunir el valor para decÃrmelo; buena gente de verdad. Estimar, absolutamente impracticable. Coure, lleno y con mesas de espera. Quedaba Via Veneto, pero mi amigo es ya cliente de Via Veneto y asumà que si me habÃa llamado no era en busca una reserva que podÃa haber encargado sin llamarme. De modo que a uno de mis amigos más delicados, el que nunca me ha fallado cuando le he pedido apoyo en los más rocambolescos impases, tuve que decirle que en todo habÃa fracasado y quedé ante él como el tÃpico imbécil que porque es sábado no consigue mesa en ninguna parte. Pocas cosas pueden darme más rabia que verme impotente en estos casos, y tener que confesarlo. Mi bella mañana ya no olÃa a verano, y si todavÃa olÃa a verano, el verano pasó a darme asco. Salimos de paseo y mi mal humor no remontó demasiado, pero remontó algo. Regalar rosas por Sant Jordi siempre me pareció ordinario, y a modo de ofrenda, a mi mujer le compré unos zapatos y a mi hija un collar de piedrecitas azules que hacÃa dÃas que cuando pasábamos por delante del escaparate, me decÃa que le gustaba. Sobre las dos Maria empezó a decir que tenÃa hambre y sentados en el sofá, esperando a que nos preparan nuestra mesa, jugamos al “veo-veo” y ella de repente hizo un movimiento algo brusco, aunque tampoco demasiado, que acabó percutiendo en mi anular herido haciéndome un daño terrible. Reaccioné con furia y sin sentido, gritándole cuando era obvio que no lo merecÃa. Mi mujer dijo “eso te pasa por jugar siempre tan bruto”, y también me enfadé con ella, y se lo hice notar, porque no era cierto que estuviéramos haciendo el bestia, como mÃnimo en aquel momento, y porque me pareció poco caritativo que se preocupara antes de culparme que de preguntarme si estaba bien. Se me fue, se esfumó mi mañana eufórica; y todo fui mal humor y frustración y esa honda, oscura rabia, de quien quiere y no puede retomarse justo donde se dejó en su último instante afortunado. Ya en casa, para acabar de aniquilarme, tuve una conversación, al principio inocente pero que enseguida se volvió marrón, con mi mujer acerca de Sant Jordi. Mis opiniones contrarias a los rituales de tal fiesta, y a su esencia, empezaron impacientándola para acabarla indignando, y otra vez nos dijimos cosas que al cabo de pocos minutos ninguno de los dos desearÃa haber dicho. Jugó el Barcelona y escribà la crónica. Acosté a la niña con menos paciencia de la que habrÃa preferido. Cené algo, poco. Me duché porque siempre he creÃdo en el poder reparador de una ducha larga y vaporosa, pero nada mejoró y me mojé el vendaje. Anna ya se habÃa acostado y volvà a Urgencias más por dar un paseo que porque realmente lo necesitara. Cosas de tener un seguro privado. De regreso a casa, por el mismo camino que cuando volvà por la mañana, mi dÃa ya no era eufórico, ni el buen humor me alumbraba, el dedo me molestaba y me dolÃa a pesar del renovado vendaje y habÃa vuelto a discutir con mi mujer por una estupidez, sin haberlo podido manejar. No lloré, pero tenÃa ganas de llorar, hasta que repente dejé de lamentarme, y de compadecerme, y recordé que las cosas nunca me han gustado cuando han sido fáciles, y que cuando he tratado de sobreponerme siempre me he visto con más fuerza de la que creÃa, y que vivir consiste, más que en mantener el equilibrio, en volver a levantarse, una vez y otra, y otra más, y que es asà como damos amor y somos brillantes, y Dios se alegra de habernos cosido a su semejanza. Si por la mañana estuve pletórico creyendo que todo lo tenÃa controlado, por la noche me sentà entero convocando a mis fuerzas y notándolas, admitiendo que estaba en el polvo pero seguro de poder seguir luchando, que es todo lo que necesita un hombre para continuar. Si con el sol de las siete y media creÃa que algo me llevaba, algo realmente mágico; con el dÃa a punto de agotarse sabÃa que sólo estaba yo, y que sólo yo me llevaba, que el mundo era pesado pero continuaba reposando en mi espalda, y que ahà estaba, en el centro como me gustaba, en el centro del podrr y del drama, con todo mi amor, con toda mi esperanza, sin la necesidad de ninguna magia porque el amor verdadero no necesita hechizos y por perdido que estés sabe siempre dónde encontrarte. Mi hija, mi esposa, mi vanidad herida, mi dolorida mano. La noche fresca, la casa en calma. El mar siempre vuelve y sólo la ternura nos salva; es algo que siempre sabemos, pero que siempre es frágil. Cuando más polvo mordemos, más cerca estamos de volver a levantarnos. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 26 abr, 2016