No hay nada tan reconfortante como confesarse para preparar la Semana Santa. Pedir perdón, aceptar con humildad las propias imperfecciones y renovar la mirada limpia sobre nuestro deseo de mundo mejor. No hay nada como una confesión sincera para renovar los buenos propósitos, para borrar las huellas del pecado original, para crecer en el desafío de ser buenos. Cuando vivir cansa, entonces eres dueño en lo que vales.
Yo suelo convocar a mi confesor cuando tengo que acudir a funerales. Los funerales siempre son tristes circunstancias, pero infunden a la vez unas grandes ganas de vivir a los espíritus sensibles. Es el contraste lo que nos ayuda a amar la vida.
Mi confesor, mossèn Jordi, muy de Carlos y ABC, acude solícito al tanatorio que en cada caso me toca, y en un rincón discreto escucha mi confesión. He de decir que a veces es más largo lo mío que la misa del difunto, pero pese a ser un mossèn exigente, al final siempre me da su absolución. Bueno, como mínimo hasta hoy, o mejor dicho, hasta ayer.
Cuando terminamos tomamos los dos un taxi veloz y le invito a Semon a comer un blinis de caviar. El mejor conjuro contra la muerte es celebrar la vida. El mejor homenaje a los que se fueron es disfrutar de lo mejor que nos queda. Caviar. Y no con vodka, que es de rusos horteras, sino con champán, que lo inventaron unos monjes. Beber con tu confesor es la comunión total, y Dios parece comparecer en la tercera copa, entre mis exaltaciones personalmente exaltantes y los fragmentos de la Biblia que él recita de memoria.
Hay que pedir perdón, con humildad, y hay que honorar a los muertos comiendo caviar a cucharadas como quien ve las terribles noticias sobre lo que ocurre en el resto mundo, y corre hacia la habitación de su hija para abrazarla, como si no hubiera mañana, aunque ella nos mire y no comprenda nada.
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