Salvador Sostres el 30 ago, 2016 Estaba en bañador y en el Pirineo cuando mi amigo Ignacio me llamó para convocarme a cenar en Alkimia justo el día regresaba a Barcelona. La idea había sido de Jaume, un reciente y prometedor amigo común que comparte nuestro entusiasmo por la alta cocina. Le pedí a Ignacio que intentara por todos los medios cambiar de restaurante, pero me hizo ver que era norma de elemental cortesía cederle un poco de protagonismo al recién llegado y que podría tomarse como un desprecio chafarle su primera elección. “Además”, me dijo con toda la razón, “no pretenderás mandar en bañador y desde la montaña”. Sucumbí ante un argumento tan inapelable. Y el día llegó, y la hora, y tomé el taxi hacia Alkimia con la rabia de no haber podido elegir el restaurante, una rabia que adquirió tintes de indignación cuando bajando por Villarroel me dí cuenta de que Disfrutar estaba abierto. Indignación por no ir e indignación por no saberlo, porque daba por hecho que cerraban todo el mes de agosto. Disfrutar es el restaurante de los chefs Castro, Xatruch y Casañas, tres de los cuatro jefes de cocina que tuvo Ferran Adrià en El Bulli. “¿Y qué es el Alkimia?”, pensaba en el taxi que trágicamente me alejaba del que ahora es el mejor restaurante del mundo para llevarme a tan ruin museo de la horterada. “Nada, o peor que nada”. Llegué al local con la angustiosa sensación de estar escupiendo sobre todas las veces que me fue concedido cenar en Montjoi, y me encontré en un primer piso sórdido como un bostezo del diablo, con unas mesas de catálogo de Ikea y unos camareros vestidos medio en pijama de familia de clase media baja, medio como descoloridos payasos subvencionados por el gobierno venezolano. “¿Dónde quieres sentarte?”, me preguntó Ignacio con cara de circunstancias. Y yo, como la última mueca del rebelde antes de entregarse, y habiendo abandonado ya toda esperanza, le contesté: “En cualquier mesa de Disfrutar”. “¿Está abierto?”, inquirió Jaume, y al responderle que sí, se ganó para siempre mi amistad, mi respeto y mi admiración alzándose como un 18 de julio al grito de: “¡Vamos, vamos!”. Y lo que en mí había de soldado de la batalla perdida de la vida se volvió eufórica luz anunciadora, y todavía en las escaleras de Alkimia, iluminadas por un ridículo fluorescente lila de tren de la bruja, llamé a mi Patricia, la recepcionista de Disfrutar, para suplicarle asilo, “y el patio de butacas aplaudió con frenesí/ en la penumbra del Roxy/ cuando ella dijo que sí”. Yo nací -perdonadme- en la edad de la esferificación y del corte de parmesano, y todo lo que tengo lo he gastado en mi hija y en mis restaurantes. Para mí El Bulli es una épica, y no puedo soportar patrocinar con mi dinero -ni con mi presencia- las truculentas parodias de la alta cocina. Escapé de Alkimia como Indiana Jones cuando le suelta “I like Ike!” a aquella comunista. Disfrutar nos propició la mejor rentrée de nuestras vidas y cuando nos despedimos decidí volver paseando a casa, para saborear la inesperada victoria. Llamé a Arcadi, porque hay cosas que sólo pueden hablarse con Dios o con él -si es que cuando al final todo se sepa resulta que hay alguna diferencia. Recordamos algunas veladas en El Bulli y la incomprensión y los insultos que tuvimos que aguantar cuando proclamamos que Ferran Adrià es el genio vivo más importante que tiene la Humanidad. Me sentí joven otra vez, y ligero, siguiendo la sentencia de aquellas noches en que estaba muy cansado y muy contento y la moto en marcha y el viento me decían al oído: “no temas, eres inmortal”. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 30 ago, 2016