“En África todo es diferente. A los seis meses de nacer falleció mi madre. Cuando cumplí siete años mi padre se volvió a casar. Mi madrastra nunca me aceptó. Me hizo la vida imposible. Mi padre era militar de alto rango y yo estudiaba en un buen colegio privado. Mi mundo se vino abajo el abril del 2012 cuando asesinaron a mi padre. Temí por mi vida también. Jamás había imaginado que iba a tener que salir para ser extranjero en otro país. Jamás. Pero no había otro camino”. La infancia de Jean fue la de un chico privilegiado muy distinta a la mayoría de los jóvenes de su República de Guinea natal, donde más del 60 % de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.
“Crucé la primera frontera – a Senegal – en el techo de un taxi, con un euro en el bolsillo y sin pasaporte. Entregué el móvil en pago del pasaje”. Recuerda el frío terrible de aquella noche en la que entraba en el inferno de la clandestinidad y la inseguridad. “A sobrevivir con nada se aprende rápidamente cuando tu vida depende de ello. A lo largo del camino me he topado con gente buena pero también con gente muy mala. Saber distinguirlas es clave”. Tenía 17 años. Cuatro años tardó en llegar a Melilla. Conserva en su memoria con una vivacidad y minuciosidad extraordinarias todos los detalles del periplo. No es raro, algunos estudios demuestran que durante el recuerdo de eventos traumáticos la memoria se potencia y a medida que pasa el tiempo, el recuerdo resulta más fácil de revivir y el legado más difícil de olvidar.
“El camino me ha enseñado el coraje que tengo. Renunciar a todo por un futuro incierto requiere coraje y perseverancia. No puedes echar nunca la vista atrás”. Cuando no tienes dinero y todo en el camino tiene un precio, Jean explica que te vuelves hábil y pícaro. Y aprendes a caminar, a correr, a pasar hambre y, en definitiva, a soportarlo todo. Pasó por Mauritania, Malí y Argelia. Allí le hablaron de Marruecos como lugar donde podría encontrar la paz y la seguridad que tanto buscaba.
“Llegué al Gurugú, un monte iluminado por las luces de Melilla, en marzo del 2014, donde pasé el año más difícil de todos. Realmente puedo decir que es un infierno donde convivimos con la muerte. Se soportan hambre, frio, miedo y el hostigamiento violento de la policía. Eso sí, formamos una verdadera comunidad. Lo que se consigue de comida, por poco que sea, se reparte. La solidaridad es impactante”.
A lo largo de ese año Jean realizó siete saltos a la valla. “La primera vez conseguí pasar a territorio español, donde me topé con una guardia civil. Hoy me encantaría decirle que mirase a ese chico al que devolvió en caliente y que ahora está aquí”. Se sucedieron varios saltos más. Otras veces lo intentó enfermo y sabiendo que en esas condiciones tenía muy pocas probabilidades de conseguirlo. “Ocurre un fenómeno: cuando ves que se está preparando un salto, te contagias de la energía y de la fuerza de los demás. Recuperas la confianza en que vas a poderlo lograr”. Finalmente, en marzo del 2015 lideró el último salto. “Sabía que tenía motivos para pedir asilo en Europa y por eso seguir intentando saltar se había convertido en el motor de mi vida”.
Lo narra como si se tratara de una película de acción. La policía a ambos lados trabaja muy coordinadamente, es muy difícil lograrlo. “Tras caminar varias horas de madrugada hasta la valla ordené un descanso. Cristianos y musulmanes juntos rezamos una oración. Repasé las instrucciones principales: móviles apagados, paso firme pero sin correr y cada uno a luchar por si mismo siguiendo su instinto”.
Se le ilumina la cara cuando habla de la llegada al CETI, de la sensación tan maravillosa de, por fin, tras años de lucha y peligros, saberse a salvo. Jean ha recibido en estos años el apoyo de CESAL, ong que trabaja en la acogida, la hospitalidad y la integración de personas refugiadas. Habla con ilusión de su trabajo y sus proyectos. Entrena en un equipo de atletismo y como buen atleta, no va a parar ni a rendirse, jamás.
Rocío Gayarre
GuineaRefugiados