“Después de más de tres horas haciendo lo imposible por no hundirnos las fuerzas comenzaban a fallarnos. Algunos compañeros se agarraban desesperados a los pequeños trozos flotantes que emergían a la superficie. Todos llorábamos. Nos intentábamos ayudar unos a otros, pero el pánico y la lucha individual para la supervivencia no nos daba muchas opciones. El frio calaba nuestros huesos y el cansancio nos ganaba terreno. El mar iba dominando poco a poco la batalla y engullendo cada vez a más presas. Mis compañeros se iban hundiendo uno a uno. Yo había conseguido aferrarme a un trozo de madera. Desilusionado, abatido, destrozado… no me quedaban fuerzas para seguir sosteniéndome”. Así relata en su libro “Tres días en la arena” el joven guineano Ibrahim Bah uno de los episodios más trágicos de su viaje desde su país hasta España, el naufragio en el Mediterráneo. Fue rescatado cuando ya se daba por muerto. Había salido apresuradamente con una pequeña mochila en un autobús rumbo a Bamako seis meses antes. Huía. Un amigo de sus padres había conseguido sacarle de la prisión donde estaba arrestado como preso político por su lucha en favor de los derechos humanos.
Completó tres años de Derecho, faltándole únicamente la especialización en derechos humanos. “Yo vivía bien, pero veía a mi alrededor la falta de justicia y de oportunidades. Eso fue el motivo que me llevó a elegir esta carrera. La ley no se respetaba, la gente que no se sabía defender pagaba las culpas de otros”. Explica que su formación sin duda es una herramienta que le está ayudando a adaptarse a otra ciudad y otra cultura, y más aún, a encajar los golpes de los perjuicios. “La xenofobia la sufro todos los días, en la calle o en el trabajo. Entender que los derechos son para todos, son universales, me da la fortaleza para luchar por los míos y para integrarme”.
Las fronteras de se sucedieron una tras otra: de Malí, a Burkina Faso; de ahí a Níger y Argelia. En el camino iba tomando decisiones sobre la marcha. Siempre le acompañó el miedo, pero también la suerte. Ahora, echando la vista atrás confiesa que decidir ir a Argelia fue una equivocación. “Era el país africano que más me gustaba. Parecía un sitio con oportunidades, la misma religión, el idioma francés… El desierto se ve bonito en la tele. Lo que no sabía era que ser negro en estos países era un crimen. El racismo ahí es brutal, la esclavitud existe, hoy se venden personas allí. Te atacan incluso los niños que están educados en eso, en el odio hacia los subsaharianos”. Las palizas y las torturas duelen, pero más le ha dolido la desilusión y el odio por parte de sus propios hermanos.
El cruce del desierto fue brutal. “Los gritos de dolor del compañero herido y los de terror del resto rompieron la calma… la sangre teñía el color dorado de la arena. Se retorcía de dolor. El resto empezamos a discutir. No podíamos dejarlo morir allí, pero intentar llevarlo con nosotros era un suicidio. Avanzar tantos kilómetros por la arena ya era un gran esfuerzo y no teníamos la resistencia suficiente para cargar con él. Le dejamos”, relata en su libro.
Quiso abandonar muchas veces y lloró hasta quedarse sin lágrimas. “Soy musulmán, le pedía a mi Dios que, si le había servido bien, que por favor me quitase la vida ya. Las vivencias inhumanas que sufrí a lo largo del camino como ver una madre dejar a su propio hijo, llega un punto que dejas de sentir, que te deshumanizas. Vivir o morir te da igual”. Ha tenido un coste muy alto. Ha llegado, sí, pero con enormes traumas psicológicos y físicos. “Y te hundes. Cuando ya todo ha pasado, las cicatrices en el cuerpo y sobre todo en el alma te escuecen. Lo más duro ha sido volver a la vida una vez aquí.”
Torturas, encarcelamientos, muerte. ¿Como lo soportó todo? “Venía de un entorno acomodado y privilegiado. En todas las etapas que he pasado, en el desierto, en el mar, en la cárcel, siempre he sido el más débil del grupo, físicamente. Sin duda.
Pero en cambio en el plano espiritual e intelectual era fuerte, tenía conocimiento. No había salido de mi país, pero había estudiado y eso me daba fuerza. Soy una persona muy tenaz, que pase lo que pase, no me rindo, no paro hasta conseguir lo que me propongo”.
Ibrahim ha descubierto su fuerza interior y hasta donde es capaz de aguantar el dolor o la adversidad. Sin límite. “Aunque la vida te ponga a prueba, no cabe la resignación”, concluye. Ahora es profesor de baile y está escribiendo su segundo libro, Tres años en la “tierra prometida”.
Rocío Gayarre
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