«El papel de los museos en nuestra relación con las obras de arte es tan importante que nos cuesta pensar que no existen ni existieron nunca allá donde la civilización de la Europa moderna es o fue desconocida, y que existen en nuestro entorno desde hace menos de dos siglos. El siglo XIX vivió de ellos; nosotros vivimos de ellos todavía y olvidamos que han impuesto al espectador una relación totalmente nueva con la obra de arte. Han contribuido a liberar de su función a las obras de arte que reúnen, a metamorfosear en cuadros incluso a los retratos. Si el busto de César y el Carlos V ecuestre siguen siendo César y Carlos V, el conde-duque de Olivares ya no es más que Velázquez. ¿Qué nos importa la identidad del Hombre del Yelmo dorado, del Hombre del guante? Se llaman Rembrandt o Tiziano. El retrato deja de ser de entrada el retrato de alguien. Hasta el siglo XIX todas las obras de arte, antes de ser obras de arte, eran la imagen de algo que existía o que no existía. Solo a los ojos del pintor la pintura era pintura; además, a menudo era poesía. Y el museo elimina de casi todos los retratos casi todos sus modelos, al mismo tiempo que despoja a las obras de arte de su función: ya no le importan ni Paladión ni santo ni Cristo ni objeto de veneración, de semejanza, de ornamentación, de posesión, sino las imágenes de las cosas, diferentes de las cosas mismas, y de esta diferencia específica extrae su razón de ser. Es una confrontación de la metamorfosis», escribe André Malraux en «El Museo imaginario».
¿Qué es un museo? ¿Para qué sirve? ¿Qué aporta? Nos hacemos preguntas que creo quedan respondidas al traspasar el umbral de entrada de uno de esos edificios contenedores de imágenes que han ido reuniendo a lo largo de siglos de historia. Imágenes que nos hacen ver las cosas. Las necesitamos, son necesarias en nuestra imaginación, pero antes de nada hay que tener algo puesto sobre una superficie. Las imágenes llevan no menos de 30.000 años ayudándonos a ver. Pueden ser una especie de espectáculo, un alarde de habilidad. Crear una imagen de un objeto, persona o paisaje le añade importancia a eso que se está representando, y si además se contextualiza entre las paredes de un museo, dicha imagen eleva su categoría. Porque el lenguaje a través del que se expresan como puede ser la pintura, el cine, la fotografía busca una emoción enormemente intensa y refinada, porque el lenguaje del arte es emoción, pero no la emoción en estado bruto tal como la experimentamos en la vida, sino otro tipo de emoción: una emoción estética, que está hecha en igual medida de intelecto, ingenio, imaginación, misterio, placer y compasión.
En la actualidad hay multitud de tipos de museos. Museos que se visitan en muchas ciudades y que aportan un valor añadido a dicha ciudad en la que se encuentra. Pero hay otros museos que pueden contener historias (además de la de los propios cuadros). El museo y sus cuadros se pueden convertir en una historia en si misma, como ocurre con «Mvsevm» (Fulgencio Pimentel) de Manuel Marsol y Javier Sáez Castán (Premio Nacional de Ilustración 2016). Un librito en el que el dibujo es el único protagonista. En el que el trazo y los colores son interpretes de una historia original y misteriosa en la que los cuadros son la vida, son las historias que marcan un camino e influencian a sus protagonistas. Los autores han creado a un personaje (inspirado en Edward Hopper) que una mañana se encuentra con un extraño edificio. Como si se tratase de una mezcla entre Psicosis y La mujer en la ventana, lo que en un principio se plantea como una visita casual por un imprevisto mecánico, se convierte finalmente en una aventura pictórica donde realidad y ficción intercambiarán sus roles.
Marsol y Sáez Castán son creadores de unas imágenes que funcionan como máquinas del tiempo de una u otra forma; es decir, condensan la apariencia de algo -una persona, una escena, una secuencia- y la preservan. Bajo el influjo hopperniano son ilustraciones de gran esplendor y gracia para ser observadas con tiempo en un museo imaginado, con pausa para disfrutar de esos colores cálido y vivos que trasladan a un lugar indeterminado en el mundo. Una historia visual original, en la que cada lector puede crear su propio relato, de un museo que impone un cuestionamiento de cada una de las expresiones pictóricas que contiene. Un placer para la vista, de sucesiones y recreación de un universo museístico que ofrece allí donde la obra de arte no tiene otra función que ser obra de arte de cuenta una historia.
«Mvsevm» // Javier Sáez Castán y Manuel Marsol // Fulgencio Pimentel // 2019 // 15 euros
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