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Blogs Fahrenheit 451 por Pablo Delgado

Entrevista a Javier Jiménez, editor de Fórcola

El editor madrileño se abre paso buscando la calidad de los textos y ofreciendo un catálogo al lector repleto de joyas

Entrevista a Javier Jiménez, editor de Fórcola
Pablo Delgado el

En tiempos de globalización, de fusiones, compras y ventas en el mundo editorial. Existen y aguantan pequeñas aldeas del conocimiento (como la famosa aldea de irreductibles galos creada por Uderzo y Goscinny) que resisten ante la declarada «dictadura de la novedad editorial». Ese el caso de Fórcola ediciones. Fundada y dirigida por el editor, escritor, y librero Javier Jiménez (Madrid, 1970), con una experiencia de más de veinte años, tanto en librerías como en editoriales, aporta al panorama de la edición española, calidad para crear buenos lectores. Desde los libros de ensayo que están relacionados con la cultura y la sociedad, hasta la narrativa ensayística. Aporta textos de humanidades, perdurables en el tiempo. En un periodo como el actual en los que la reflexión y el conocimiento de las cosas son fundamentales, por lo que hacen de Fórcola ser un valor necesario e imprescindible en el panorama editorial actual.

¿Siempre quiso ser editor?
Podría decirse que lo mío con la tinta, el libro y la edición debe ser genético. Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, sino de noches de olor a ácido cético, nitrato de celulosa, revelador y fijador fotográficos. Y me explico: mi padre era fotógrafo. Aunque su profesión, desde adolescente (tanto o más como el joven Barea de La forja de un rebelde), fue la de bancario (que no banquero), su verdadera pasión desde que tuvo un duro en el bolsillo fue la fotografía. Aquellos negativos –ya puestos a secar en el baño, tras manipular los carretes en la bolsa negra, colgados con pinzas de madera de la ropa a la barra de la cortina de la bañera, ya no blanca, sino amarilla y casi marrón, quemada por los ácidos fotográficos de mi padre, para desesperación de mi madre–, eran oportunidad de conocer «la otra vida» de mi padre, esa pasión que tenía tanto de oficio. Quizá su vocación respondía a una rebelión contra «el padre», su padre, mi abuelo Dionisio, que era linotipista de imprenta en Escelicer, la imprenta y editorial de los hermanos Álvarez Quintero en la calle Canarias de Madrid. Ya ven: abuelo imprentero, padre fotógrafo, nieto editor.
Mi padre quiso enseñarme el oficio de fotógrafo, pero yo me decantaba más por los libros y la filosofía. Tras terminar mis estudios universitarios, comencé a trabajar en librerías Crisol, y desde hace 25 años no he abandonado el mundo del libro. Fue en mis años como librero –¡cuánto se aprende de libros trabajando en una librería, y cuánto de «ciencia editorial» deberíamos reconocer a los libreros!– cuando descubrí que mi verdadera vocación (pues de vocación he de hablar, más allá de la genética) era la edición, tras años ejercitándome como lector frenético, compulsivo y voraz de infinidad de temas diversos. Y aunque tuve la oportunidad de trabajar en editoriales como Siruela y Páginas de Espuma (en la primera como director comercial; en la segunda como responsable de la línea de ensayo), la necesidad de publicar aquello que me interesaba –sed que no se calma nunca– y la de construir un catálogo propio –que respondiera a mis inquietudes, sueños y, por qué no, caprichos– me llevó a fundar Fórcola en 2007. Desde entonces pretendo, libro a libro (que, como sucede con las fórcolas –la parte más hermosa y menos conocida de la góndola veneciana, hechas a mano por un artesano gracias a un oficio que pasa de abuelos a nietos– no hay dos iguales), levantar un edificio singular, con una arquitectura reconocible, al que llamamos, a la italiana, «casa editrice».

¿Qué es la edición para usted?
Como ya he adelantado, en mi caso, es una vocación, un modo de estar en el mundo, un «ir siendo» que intento perfeccionar cada día, con cada libro. Porque un editor no nace, se hace, y se va haciendo: desde ese momento inicial (el de la llamada vocacional), supone un aprendizaje continuo e implica, consustancialmente, la construcción, como decía, de un catálogo singular, por el que uno –modestamente– pretende que le recuerden. Una editorial, desde luego, es una empresa (en mi caso, una pequeña empresa), y como toda «empresa» (como la de aquellos descubridores y conquistadores de tierras lejanas, que poblaban nuestras lecturas infantiles), requiere coraje y esfuerzo, entrega y tesón, ante infinidad de «tribulaciones» (¡como las de Maqroll el Gaviero!). Porque los riesgos son constantes, y la recompensa no está asegurada, más allá de vender los ejemplares suficientes de cada libro como para poder editar el siguiente. Si solo fuera ese su propósito (el beneficio, la venta de determinado número de ejemplares de cada título publicado), triste empresa sería la del editor. Editar es algo más: tiene una dimensión social y cultural insoslayable, que debemos reivindicar constantemente, sobre todo en estos tiempos donde la cultura es la gran ausente de los debates políticos y sociales.
El libro, el entramado y el ecosistema empresariales que lo propicia, y la cultura que crea, promueve y fomenta, son una «empresa» que merece la pena –pese a esas «tribulaciones»–, y a la que algunos hemos decidido dedicar nuestras vidas: porque aporta valor a la sociedad; porque conforma nuestro patrimonio cultural; porque fomenta el libre pensamiento, ayuda a elevar el nivel cultural (apostar por una edición de calidad que cree buenos lectores) y engrosa la riqueza intangible de nuestro país.
Un país no solo es rico por su PIB, o por tener la deuda controlada y el nivel de ahorro alto: también lo es por su patrimonio cultural, y en él, la edición tiene un peso importante a seguir reivindicando, porque la lucha no cesa nunca, amenazada constantemente por la barbarie, la ignorancia y la estupidez (como ya menciona William Blades en el libro que figura en nuestro catálogo: Los enemigos de los libros. Contra la bibliocastia, la ignorancia y otras bibliopatías). Ahora bien: nos siguen haciendo falta lectores. La batalla por el fomento de la lectura es, a día de hoy, nuestra gran asignatura pendiente. ¿De qué nos sirve editar magníficos libros (y en los últimos 50 años, España ha tenido posiblemente los mejores editores de toda su historia), si nos quedamos sin lectores? Es responsabilidad también del editor crear lectores, más en estos tiempos de inflación de la lectura y de crecimiento desmedido de la fascinación infantil, onanista y despersonalizadora por la cacharrería digital y el mundo-pantalla.

 

«El catálogo editorial es fruto de una selección, por lo que la mayor parte del tiempo un editor se lo pasa diciendo “no”»

 

¿Y un editor?
Editar significa dibujar un mapa, diseñar una hoja de travesía desde los que orientarse en el mundo. Y el editor es un geógrafo o un navegante, que va escribiendo un cuaderno de bitácora con cada libro y que logra, con cada periplo iniciado, cartografiar un universo, una «Weltanschauung», a la alemana, una «cosmovisión». Esa carta de navegación es el catálogo: no hay editor sin catálogo, ni catálogo sin editor, y esto desde tiempos de Aldo Manuzio, el primer editor moderno, que ya en 1499 publicó en Venecia el primer catálogo de libros en tres idiomas (italiano, latín y griego) y con su lista de precios (lean la deliciosa novela El impresor de Venecia [Tusquets], de Javier Azpeitia; o busquen y disfruten del maravilloso ensayo de Enric Satué: El diseño de libros del pasado, del presente, y tal vez del futuro. La huella de Aldo Manuzio [Fundación Germán Sánchez Ruipérez]).
Independientemente del epígrafe profesional en el IAE, o lo que ponga en la tarjeta de visita, a un editor se le reconoce por cómo hace lo que hace, por cómo habla de lo que hace (por la convicción con la que habla de sus libros, por la pasión que transmite con cada nuevo título), por la idea que tiene de la editorial (siempre en proceso de construcción), y por su capacidad de materializarla y trasmitirla al mundo. No se trata simplemente de publicar libros, porque eso lo hace cualquiera, y lo hacen muchos que no son editores (aunque vayan de ello). Es algo que trasciende el hecho de publicar éste libro o éste otro. Porque un editor no es un vendedor de linimentos, crecepelos o elixires de amor (como el doctor Dulcamara de la ópera de Gaetano Donizetti): desconfío de los editores que hablan solamente de los libros que editan, como si fuesen los nuevos «Adanes» de la edición, o narcisos que solo se miran en el espejo de su propia egomanía: prefiero un editor que me sepa recomendar el último libro que está leyendo (dime lo que lees, y te diré quién eres), aunque sea de otra editorial. Y es que un editor no está aislado en el mundo: vive, lee, edita y vende en un ecosistema en el que está integrado.
Tampoco es un monarca absoluto (como si fuese el Rey Sol): con dedicación y esfuerzo podrá pasar de soldado raso, y quizá llegar a ser oficial en el ejército de plomo de la edición. No hay mejor cura de humildad –contra el adanismo o contra los complejos de superioridad– que pasear por las ferias de libro de segunda mano, librerías de viejo, encantes y demás mercadillos del libro –que en sus mesas «atesoran» aquellos autores, y editoriales, «que fueron», y «ya no son» (la lista es enorme)–, y descubrir que el tiempo pasa para todos; o leer los magníficos tomos de la Historia de la edición en España que coordina Jesús A. Martínez Martín y publica Marcial Pons. El editor tiene mucho de director de orquesta (porque trabaja con un equipo al que debe coordinar con eficiencia y eficacia), pero tiene mucho también de cocinero y de artista. Crear una marca editorial no es fácil, y mantenerla a flote es mucho más difícil, siempre a base de coherencia, más allá de los éxitos (y muchos fracasos) comerciales logrados. Quizá sea el intangible más valioso de un editor: lograr la excelencia y mantener la coherencia de su catálogo.

 

«Un editor no nace, se hace, y se va haciendo»

 

¿Cuáles han sido o son sus referentes en la edición?
En tiempos universitarios, en la Facultad de Filosofía de la Complutense, cayó en mis manos un libro de la editorial Pre-Textos. Desde mis tiernos veinte años me confieso admirador y seguidor de la editorial de Manuel Borrás, al que puedo considerar uno de mis maestros «ocultos». Otro maestro «oculto», del que he leído todos sus libros, ha sido siempre el gran Carlos Barral, del que hay que seguir aprendiendo cosas, sobre todo de la dimensión social del editor, de su compromiso político (no hablo de partidos, sino de filosofía política) por la gran cultura, por su visión «aristocrática» –las palabras son suyas– de este oficio (más que profesión).
Lean, de Carlos Barral, sus tres libros de memorias (Años de penitencia; Los años sin excusa y Cuando las horas veloces, editados por Alianza y Tusquets), pero sobre todo el tomo Almanaque (editado en Menoscuarto), fuente de inspiración para cualquier nuevo editor… Otra lectura que me marcó en mi vocación editorial fueron las imprescindibles memorias de Manuel Aguilar (el gran factótum de la edición en España e Hispanoamérica): Una experiencia editorial (editado en dos volúmenes primorosos de los Crisolines). Y me reconozco admirador de Mario Muchnik: sus libros son siempre sabios sobre lo que cuenta del oficio de editor, y llenos de anécdotas sobre otros editores (cotilleos y malignidades no faltan) y escritores (ídem) –no dejen de leer, si no lo han hecho ya, Lo peor no son los autores, su autobiografía más personal. Sobre la relación entre el editor y sus autores hay un libro que me marcó mucho en mi futura dedicación a la edición: El autor y su editor, de Siegfried Unseld (Taurus).
Pero, sin lugar a dudas, uno de los editores que más me ha influido es mi querido Jaume Vallcorba fundador de Quaderns Crema y Acantilado, con quien mantuve muchas conversaciones en diversos encuentros: su elegancia y su cultura eran envolventes; su gusto estético a la hora de editar cada libro; su concepción arquitectónica de lo que debe ser un catálogo editorial, siempre presidido por la coherencia (algo que me ha marcado mucho); su sentido del humor y cordialidad; su pasión por la música clásica (que comparto, como melómano y como editor de libros de música)… Por lo demás, no he dejado nunca de ser «anagramista» (colecciono sus catálogos: impresionante el de los 50 Años), pero hace tiempo que no soy «herraldiano» (es una fiebre juvenil que se pasa con la edad, como el acné).
De Jacobo Siruela, con el que trabajé durante unos años en Siruela (mucho antes de Atalanta), aprendí mucho; fue una experiencia intensa y gratificante, y colmaba el sueño de aquel joven que llevaba tiempo siendo lector fiel de los libros publicados por el conde. Y desde hace años, sigo con mucho interés y gusto muchas editoriales –grandes, medianas y pequeñas–, de muy diverso estilo, que me propician como lector horas de goce, y como editor muchos elementos de aprendizaje: Asteroide –de mi respetado Luis Solano–; Reino de Redonda –del siempre erudito Javier Marías–; Minúscula –de mi querida y admirada Valeria Bergalli–; Galaxia Gutenberg –qué gran labor la de Joan Tarrida–, Tusquets –la de Beatriz de Moura, que hace años, en una agradable conversación en la FIL de Guadalajara, me aconsejó que nunca regalase los libros que editase: «los libros se compran, no se regalan»–; Elba –exquisito catálogo el de Clara Pastor; o el trabajo de Miguel Lázaro García, uno de los dos editores —el otro es José Miguel Pomares Valdivia— de Cabaret Voltaire (que han editado libros maravillosos como los de Henri de Régnier, fascinantes como los de Maurice Sachs, y dos novelas deliciosas del Premio Nobel Patrick Modiano); y tantas y tantas más…

¿Qué importancia tiene el editor como gestor cultural y qué tareas debe cumplir en la cultura actual española?
El editor aporta al entorno cultural su catálogo, insisto (siempre hablo desde el modelo que yo mismo represento: el de un editor independiente, con nombre y apellidos, responsable directo –en lo intelectual y en lo material– de la empresa editorial que dirige). Su selección de autores, de libros, de temáticas, pueden enriquecer (a veces, no, desde luego) el patrimonio cultural del país, y logran ser a su vez motor para generar otros valores tangibles e intangibles.
El libro no es solo un producto de mercado: para muchos sigue teniendo la consideración de un bien, de un bien cultural, con un fuerte valor simbólico, que pese a la guerra tecnológica y la permanente amenaza de la dictadura-pantalla (que nos roba de forma tenaz la capacidad de abstraernos y de disfrutar del silencio, tan necesario para leer y pensar), sigue siendo el mejor invento de la historia para leer y transmitir conocimiento y placer (un placer muy peculiar y privado, que tanto molesta a los dictadores de todo tipo, también los que hay detrás de las aplicaciones app de nuestro móvil, que representa la nano-sofisticación más refinada del más feroz neocapitalismo salvaje, vamos, una nueva manera de esclavizarnos, sin dolor y «a la chita callando», que diría el castizo). Si quieren ser revolucionarios, apaguen el móvil y abran el libro que hay en su mesilla. Si es de Fórcola, les doy ya las gracias. (No dejen de leer los inteligentes ensayos de Antón Patiño que he publicado recientemente: Todas las pantallas encendidas: hacia una resistencia creativa de la mirada, y Manifiesto de la mirada: hacia una imagen sensorial).
¿Tareas? Una de ellas ya la he mencionado: el fomento a la lectura. ¿Otra? La dignificación de una profesión, la de editor, que tiene mucho de oficio, pero que debería tener estudios reglados (más allá de un máster y unas prácticas en una editorial). Mucha gente desconoce las virtudes de esta «carrera» profesional, porque literalmente ignora a qué nos dedicamos. Y en los últimos tiempos, hasta se nos sataniza, lanzando el bulo de que somos los explotadores de los autores y que nos quedamos con «toda la pasta». Aunque esta imagen es muy antigua (no dejen de leer el magnífico ensayo Goethe y sus editores, del antes mencionado Siegfried Unseld [Galaxia Gutenberg], donde el poeta alemán nos destierra al Infierno, por ser «hijos del diablo»), no deja de responder a un tópico manido, que no responde a la realidad. Otra tarea más: en estos tiempos de exigencia de visibilidad, el editor realmente hace visibles a sus autores, escritores en muchos casos desconocidos para el gran público. Mucho hay que decir de la relación entre un editor y sus autores, muchas veces cómplice que, con suerte, fructifica en verdadera amistad; otras, por desgracia, como cualquier relación humana, se trunca y deja paso al desagradecimiento: el ego es mal consejero, también el de ciertos autores que no son capaces de reconocer que el éxito de sus libros se debe en gran parte a la labor de su editor, editándolos (¡si los lectores supiesen cómo nos llegan los originales!) y promocionándolos (el trabajo de un editor no termina una vez impreso el libro; otro tópico que refleja la ignorancia sobre nuestro trabajo). Y no solo a los autores, sino que hacemos visibles a los traductores, a los que hay que respaldar siempre, por su gran labor, pagándoles también con ese sueldo moral que es el de mencionarles en las cubiertas y en las fichas comerciales (un tema que ha tratado con pasión Amelia Pérez de Villar en su excelente libro Los enemigos del traductor. Elogio y vituperio del oficio, que he publicado recientemente y que ha cosechado muchas críticas laudatorias).

 

«El editor es un geógrafo o un navegante, que va escribiendo un cuaderno de bitácora con cada libro y que logra, con cada periplo iniciado, cartografiar un universo»

 

¿Cuéntenos cómo ha sido su experiencia desde que comenzó en el mundo editorial y cómo ha evolucionado durante estos años el sector?
Comencé por lo más bajo: encargándome del quiosco de prensa del Crisol de Juan Bravo. La librería es la mejor escuela para un futuro editor. El contacto con las distintas editoriales, los comerciales y, por supuesto, los clientes (algunos de ellos lectores, no crean), enseña mucho (no dejen de leer Memorias de un librero, de Héctor Yánover, que reeditó hace unos años mi querido Manuel Ortuño en Trama). Allí tuve oportunidad de tener como compañeros a libreros que habían trabajado con el fundador de Aguilar.
El público de las librerías Crisol era muy distinto al que luego tuve ocasión de atender en Paradox, la librería especializada en psicología y filosofía que estaba en la calle Santa Teresa (y que lamentablemente cerró hace unos años). Mucho de lo que he aprendido con los años se lo debo a mi querido Checho Lasa, librero de raza, que tiene una memoria prodigiosa. Aunque han pasado ya 25 años desde mis comienzos, quizá es pronto para hacer análisis y sacar conclusiones, pero sí ha habido cinco grandes hitos, algunos (los dos primeros) aparentemente paradójicos entre sí: en primer lugar, la gran concentración editorial, donde grandes sellos y grupos españoles han pasado a ser gestionados por multinacionales extranjeras (lo que polariza en exceso las políticas del libro y las decisiones institucionales del sector, además de someter a un secuestro constante las mesas de novedades de las librerías, en lo que hemos llamado muchos la «dictadura de la novedad»).
En segundo lugar,
el nacimiento de infinidad de pequeñas editoriales, sellos independientes con mucha personalidad, que el tiempo ha demostrado que no son aquellas «tortuguitas indefensas destinadas a morir en la playa nada más nacer», de las que hablaba Beatriz de Moura hace unos años.
En tercer lugar,
Madrid ha destronado hace años a Barcelona como capital de la edición, pese al peso simbólico de ciertos sellos afincados en la Ciudad Condal: son muchos y muy buenos los editores afincados en Madrid. Buen ejemplo de ello es el pabellón de la AEM, tan bibliodiverso, que cada año es más grande en Liber, y que debería tener representación permanente en ferias internacionales como la Fil de Guadalajara, la FILBo de Bogotá, la de Buenos Aires e incluso la de Frankfurt. Quizá uno de los puntos más débiles de este rico ecosistema editorial es su fragmentariedad, y la dificultad de llegar a acuerdos transversales que nos impliquen a muchos de nosotros para llevar a cabo proyectos de interés común.
Un cuarto fenómeno, más preocupante, es el cierre (lento pero seguro) de librerías generalistas y algunas especializadas: la proliferación de pequeñas librerías de diseño (podríamos denominarlas «librerías gourmet») no amortigua, ni de lejos, el vacío que han dejado las que cerraron. Además, el espacio por metro cuadrado que los centros comerciales y cadenas diversas dedican hoy en día al libro es muy inferior al que ocupaba hace diez o veinte años. Finalmente, la irrupción del mercado online y el mundo-pantalla ha polarizado el consumo de libros.
No creo que la solución sea satanizar a ciertas empresas de venta online (que bien es cierto no pagan impuestos en nuestro país): se trataría de llegar a acuerdos colectivos que permitieran hacer frente común a los actores de la cadena del libro: editores, distribuidores y libreros. Algo de esto ya adelantamos hace años mi buen amigo Manuel Gil (actual director de la feria del Libro de Madrid) y yo en el ensayo El nuevo paradigma del libro (Trama, 2008). Pasos se han dado, y la plataforma todostuslibros.com, creada por Cegal, es un magnífico buscador que permite localizar cualquier libro publicado en los últimos años en cientos de librerías de toda España.

Gallimard decía que el éxito en la selección de libros es atreverse a escoger y saber esperar. ¿Ha publicado siempre lo que ha querido? ¿Qué texto le hubiera gustado publicar y aún no ha podido?
Gallimard llevaba razón en una cosa, que singulariza de manera determinante el trabajo y la necesidad de la figura del editor: la selección. El catálogo editorial es fruto de una selección, por lo que la mayor parte del tiempo un editor se lo pasa diciendo «no». Igual que la clave del éxito de un librero, que radica más que en saber vender en saber comprar (y ofrecer una selección de libros atractiva y diferente a la de la competencia. Todos los años vemos en la Feria del Libro del Retiro cómo muchas casetas de librerías son prácticamente idénticas las unas de las otras; aunque hay honrosas excepciones). Pues bien, pese a internet, la blogosfera y la autoedición (que han creado la ficción de que aquí puede publicar cualquier cosa quien se lo proponga –como diría Valle-Inclán, «colorín, pingajo y hambre»–), el editor sigue siendo un profesional de la edición al que hay que valorar por su capacidad de seleccionar lo que merece la pena (y de ahí la importancia del catálogo, la carta de presentación de todo editor).
Siempre he editado lo que he querido: ese es el privilegio de ser pequeño e independiente. Aunque me quedo muchas veces con las ganas de publicar libros maravillosos, que estoy seguro venderían muy poco. La realidad del mercado es una brújula cuyo norte nunca debemos perder de vista en cada singladura, aunque no debemos claudicar siempre ante él, como si de un dictador se tratase. A veces hay que arriesgarse y publicar un libro, que sabemos que no va a dar mucho beneficio (o ninguno), precisamente porque da prestigio al sello y posibilita la edición de otros libros relacionados.
Unos libros pagan otros. Me hubiese gustado publicar muchos libros que han publicado otros queridos colegas. Ha habido casos (más de cinco) en los que teníamos preparada la edición de un libro que ha sacado otro sello, adelantándose a nosotros.
Otras veces ha sido cuestión de puja, con agencias literarias –no solo españolas– por medio (mejor no hablemos de este tema). Son muchos los libros «difíciles» que tengo atesorados en mi biblioteca, pendientes de publicar (o no). Quizá es parte de la marca de Fórcola: publicar aquello que menos se espera, y a veces funciona. Uno aprende de sus errores (y el error no tiene que ver con el contenido, el libro en sí, sino con la forma o el tiempo).
Por otro lado (y vuelvo a Gallimard) todos conocemos casos en los que un editor destruyó los ejemplares de un libro que no se vendía justo unos meses antes de que al autor le concediesen un premio importante.
¿Qué me hubiese gustado publicar? No me voy a poner estupendo y decir que me hubiese gustado publicar a Magris, a Sebald o a Handke: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de mi querida Irene Vallejo. Sabia decisión la de Siruela la de publicar este hermoso libro, que lleva dos o tres ediciones vendidas. Aunque no puedo quejarme: en su momento publiqué Los primeros libros de la Humanidad, de Fernando Báez (me encantan los libros sobre libros).

 

«Es responsabilidad del editor crear lectores, más en estos tiempos de inflación de la lectura y de crecimiento desmedido de la fascinación infantil, onanista y despersonalizadora por la cacharrería digital y el mundo-pantalla»

 

¿La independencia del editor a la hora de elegir los títulos está relacionada de manera directa con la rentabilidad?
No. Un pequeño editor independiente es libre de publicar lo que considere oportuno, y ningún editor tiene una bola de cristal o los servicios de una pitonisa para saber con certeza si el libro que publica va a vender más o menos. Pero con todo, la experiencia es un grado. Precisamente la independencia del pequeño editor se confirma en esto: en que publica un libro pese al riesgo de que puede que no venda lo suficiente. Pero recuerden: un pequeño editor no publica un libro (o no debería publicarlo) porque vaya a ser un pelotazo (el best-seller nace, no se hace), sino que construye un catálogo de fondo, con vocación de permanencia, y cada título «va vendiendo». No es una carrera de cien metros, sino una larga marcha. Como siempre, la velocidad es enemiga de los libros (y la lectura). Conocí en su momento a una famosa editora que se refería a los libros por los miles de ejemplares que cada uno había vendido: trataba a los libros como si fueran valores de bolsa. O como si fueran liebres en una carrera de galgos. Nunca me gustó.

¿Un editor cómo debe abordar la obra literaria? ¿Qué criterios siguen a la hora de seleccionar un título para que llegue a formar parte de su oferta editorial?
Recibo, cada vez más, cientos de propuestas de edición. El primer criterio para seleccionar, por mucho que le sorprenda, es cómo está escrito el correo electrónico que me envían. El segundo criterio es confirmar si quien me escribe miente o no: si me envía un libro de poesía o una colección de cuentos es obvio que miente cuando dice que conoce Fórcola y que sigue con interés lo que publicamos. Más allá de estas anécdotas, publicamos fundamentalmente ensayos de carácter cultural, donde buscamos el rigor, la calidad literaria y el interés de la temática abordada. Pero los pequeños detalles son importantes: malo cuando la propuesta presentada no tiene, al menos, un índice bien montado. O malo, cuando la bibliografía presuntamente consultada es farragosa y obviamente improvisada. Los temas de «rabiosa actualidad» me espantan: pan para hoy, hambre para mañana. La inmediatez es enemiga de la permanencia. Y no dejo de buscar libros que se puedan seguir leyendo dentro de veinte años.

¿El saber decir «NO» a los nuevos textos es un problema vital para el editor? ¿Cómo lo afrontan?
No. Y no se afronta: simplemente no se contesta. A veces es obligado hacerlo, por cortesía con la persona educada que ha presentado un proyecto ciertamente interesante pero que no cuadra con nuestra línea editorial. Pero la mayoría de las veces no se contesta: las propuestas son delirantes o directamente impresentables. Últimamente abundan las que me preguntan por el coste de la edición, o que me solicitan que les envíe un presupuesto. La autoedición es un cáncer.

¿Qué opina de la crítica literaria? ¿Es necesaria para dar a conocer a los autores y sus obras?
Soy defensor de la buena crítica literaria, profesional y rigurosa. Y tenemos buenos críticos, aunque no abundan. Por desgracia, lo que abunda es el reseñismo, el amiguismo, el colegueo, lo que llaman los mexicanos el «compadreo». Pero sí, una buena reseña ayuda a dar a conocer un libro, un autor, o la propia editorial. En primer lugar entre los propios libreros, grandes consumidores de los suplementos culturales. Aunque la opinión –y la crítica– se ha deslizado, obviamente, a las redes sociales, que han propiciado una democratización de la crítica, desde luego con más independencia a la hora de hablar de ciertos libros y editoriales que no «compadrean» con los lobbys de opinión.

Creó Fórcola en 2007. ¿Qué recuerdos tiene de sus primeros títulos editados? ¿Cómo fue el proceso para iniciar su publicación?
Con el apoyo de mi mujer (imprescindible aliada y cómplice en esta aventura editorial forcoliana) decidimos que iba siendo hora de editar y vender los libros que queríamos. La experiencia como librero y como comercial era un grado, y mis primeros pasos como editor de colección me determinaron a comenzar a construir mi propio sello. Comienzos duros, porque en 2007 ya se aventuraba en el horizonte la inminente crisis económica. Llevamos 12 años y, tras confirmar que la crisis no solo ha sido económica, sino que ha hecho temblar los cimientos de todo un mundo que conocíamos, digamos que nos hemos acostumbrado a crecer en la permanente incertidumbre. Recuerdo con cariño nuestro primer libro, Leo, el dragón lector (el único libro infantil que he publicado y que publicaré nunca); y con orgullo el primer ensayo que dio pie a la colección Señales: Si quieres lee. Contra la obligación de leer, del mexicano y buen amigo Juan Domingo Argüelles, que presentamos en 2009 en la Feria del Libro de Guadalajara. Un libro que nos abrió muchas puertas y que ha sido un libro simbólico de parte de nuestro ideario.

Fórcola busca el ideal de calidad. ¿Cómo se puede llegar a ella?
Es un ideal que hay que mantener en el punto de mira constantemente. Eso significa no renunciar nunca a la calidad de nuestros libros, cueste lo que cueste. Y no me refiero solamente al contenido, que se presupone (editamos lo que consideramos que merece la pena ser editado). Me refiero al libro en sí: la calidad del papel, de la encuadernación, del diseño, claro, pero algo más. Sin el trabajo de Teresa, mi responsable de impresión, y de mis correctoras, Susana y Gabriela, Fórcola no existiría, o no sería lo que es. Lo mismo digo de las traductoras con las que trabajamos. Son parte del patrimonio intangible de nuestra casa editorial. Y eso hay que mantenerlo, contra viento y marea.

¿Qué le gustaría alcanzar a nivel editorial en los próximos años?
Estoy contento con la evolución de Fórcola en estos años. Lento, pero seguro. Creo que tenemos prestigio y reconocimiento. Pero no puedo ser más claro: necesitamos vender más. Porque todo lo dicho hasta ahora, no deja de funcionar si no vendemos. Las cosas están cada vez más difíciles para los pequeños empresarios, y hay que luchar cada día contra tribulaciones que tienen más que ver con el pago de impuestos o de comisiones bancarias. Para seguir creciendo seguimos necesitando el apoyo de nuestros queridos libreros, que a veces recomiendan nuestros libros. Sé que reciben muchas presiones, y es de agradecer que no renuncien nunca a hacer uso de sus gustos y criterios personales, y que nos sigan seleccionando y apostando por nosotros: es un consuelo ante tantas dificultades. Creo que tenemos el reconocimiento de muchos lectores, que respetan nuestro sello, y de la crítica tampoco puedo quejarme, siempre atenta a lo que publicamos (en la mayoría de los casos, aunque hay otros que nos ignoran olímpicamente).

¿Cómo definiría el libro?
El mejor invento de la historia, después del fuego, la rueda y la cuchara. No es mío, ya sabe, Umberto Eco era genial.

Además del texto hay otros elementos que forman el libro, como es el diseño ¿Qué opinión tiene del diseño editorial? ¿Qué valor tiene para usted en el libro?
Creo que podemos decir rotundamente que el diseño editorial en España es excelente, y crea escuela. Hay decenas de sellos editoriales cuyo diseño nos seduce ya desde la cubierta. Son objetos atractivos en sí mismos. En eso, como he comentado anteriormente, creo que tenemos los mejores editores de nuestra historia. Y sí, claro, tiene mucho valor para mí, sobre todo como lector. Hay que vigilar la calidad del papel, hasta su color. Hay que estar atento al interlineado de la página, al cuerpo de letra, incluso al diseño del tipo de letra. Un buen editor se distingue de otro que no lo es en estos pequeños detalles que, aparentemente no tienen importancia, y la tienen toda.

Cuando entramos en una librería las mesas están repletas de novedades. ¿Cree que hay demasiados títulos editados y se va más a la cantidad que a la calidad?
A Gabriel Zaid debemos Los demasiados libros (Anagrama). Quizá podríamos decir aquello de que hay demasiados indios para tan poco vaquero. De nuevo, el problema está en el fomento de la lectura, y en la pérdida de valor simbólico del libro.

Los editores insisten en la necesidad de desarrollar políticas de fomento de la lectura y de protección de la propiedad intelectual. ¿Cómo? ¿Qué opinión tiene al respecto?
El enemigo del libro está ya permanentemente en nuestras manos: el móvil: no el ebook, el ereader o cualquier otra quincalla digital (que como la thermonix en la cocina pretendían sustituir al libro en papel, como si para preparar un pollo asado no necesitásemos todavía el horno, o la sartén para freír un huevo), que hace apenas diez años protagonizaba los apasionados debates sobre el futuro de la edición. Seguimos vendiendo libros en papel, y ahora el debate lo ocupan los audiolibros (otro Mediterráneo por descubrir. No, escuchar NO es leer, desde tiempos de san Agustín). Tomemos en serio el fomento de la lectura, y no demos por supuesto que las próximas generaciones leerán por eclosión espontánea. Menos Netflix y más lectura. Para ello tenemos que aliarnos editores, libreros y otros agentes, como los bibliotecarios, y hacer frente común. Debería haber un pacto de Estado sobre este asunto, como debería haberlo en educación y cultura (la verdadera marca España). Pero está visto que en este monasterio no se ponen de acuerdo los frailes ni para plantar una cebolla.

 

«El libro no es solo un producto de mercado: para muchos sigue teniendo la consideración de un bien, de un bien cultural, con un fuerte valor simbólico»

 

¿Qué opina desde el punto de vista de editor del libro digital? Y ¿como lector?
He editado alguno de nuestros libros en formato digital. El chocolate del loro. El gran consumo va por otros derroteros, y reproduce en parte el mercado en papel. Solo en parte. Porque los presuntos «nativos digitales» hacen de todo menos leer. Como lector… mi mujer me regaló un cacharro hace muchos años. Ya no me acuerdo ni en qué cajón lo guardé.

¿Y a las librerías qué futuro les espera?
Sigo visitando al menos una o dos librerías a la semana, no solo como editor, sino como lector. Ir a una librería forma parte de mi ser en el mundo. No concibo mi mundo, mi ciudad, sin librerías. Echo de menos mucho que haya una en mi barrio, así que me tengo que desplazar varias paradas de metro hasta llegar a alguna de las que habitualmente visito. Cada vez que viajo, cuento con visitar no solo museos y demás bellezas que me publicitan, sino las librerías del lugar (de nuevo y de viejo). Aquí y en el extranjero.

¿Cuál es su postura acerca del precio fijo del libro?
¿A qué precio se refiere? ¿Al de venta al público o al que vende el editor? El tema no está en el precio de venta al público, que creo que no debería generar ningún debate porque tenemos una buena ley del libro en ese sentido. El tema está en otro lugar: la guerra de descuentos comerciales que hay detrás de la cadena de comercialización del libro, de la que el público en general no se entera. Ese es una de los problemas que genera el tópico aquel de que el editor «se queda con la pasta». Hay mucha ignorancia de lo que ocurre en la trastienda del sector.

Para terminar, ¿qué tres libros de su catálogo recomendaría leer sin falta?
Ya he recomendado varios a lo largo de esta entrevista. De los últimos que va a encontrar el lector en las librerías recomiendo tres: Ahora que se cumplen los 200 años des descubrimiento de la Antártida, Héroes de la Antártida, de Javier Cacho, nuestro experto en la Conquista de los Polos, y biógrafo de los grandes exploradores polares: Amundsen, Scott, Shackleton y Nansen. Del sabio geógrafo y viajero Eduardo Martínez de Pisón su reciente Geografías y paisajes de Tintín, en el año que celebramos los 90 años del héroe creado por el genial Hergé. Y de la viajera Patricia Almarcegui, Los mitos del viaje, un hermoso ensayo que desgrana la ética y la estética del viaje y nos cuenta la vida y la obra de importantes viajeros y viajeras de la historia: de Marco Polo a Anne Schwarzenbach. Ya saben, compren libros de Fórcola, preferentemente en #librerías.

Foto principal de Javier Jiménez por Lisbeth Salas

 

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Pablo Delgado el

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