Silvia Nieto el 19 jun, 2018 Le llamábamos Don Ramón, porque así nos lo pedía, y le tratábamos de usted, porque también nos había enseñado que había que tratar con respeto a las personas mayores. Tenía el pelo negro y era delgado, sosegado al hablar y poco dado a las bromas. Fue mi profesor de los 11 a los 12 años, y creo que una de las personas que más ha influido en mí. Don Ramón nos dio clase los dos últimos cursos del colegio. Nos enseñó Literatura e Historia —había estudiado Filología Hispánica, y hablaba con pasión de Bécquer— y también, aunque con menos entusiasmo, matemáticas. Nos explicó los rudimentos de la biología, y una vez nos hizo escribir un cuento que nos pidió ilustrar. Exigía hacer esquemas. Nos hacía comprar lápices con una punta roja y otra azul para subrayar y utilizar bolígrafos de colores para diferenciar el enunciado y la respuesta de los ejercicios. Vigilaba —una vez me llevé una bronca— nuestros cuadernos, y nos afeaba si estaban hechos un desastre, con los deberes a medias o con una caligrafía imposible. Un día, uno de mis compañeros tuvo la idea de apoyarse en sus hombros y de pegar un salto; Don Ramón se giró y le regañó, ofendido. Sé que era el alumno por el que sentía más afecto. Cuando terminó el colegio, vi a Don Ramón algunas veces. Nos acercábamos a visitarle y a contarle cómo nos iba en el instituto. La mayoría de sus alumnos no tuvimos muchos problemas, porque nos educó con cierta disciplina, jerarquizando nuestra mente, haciéndonos cuidar la memoria y las formas. El tiempo, es inevitable, pasó. Jubilado, tuvo el detalle de venir a nuestra graduación. Me sorprendió descubrir que era más bajito de lo que recordaba —ocurre siempre, si se regresa a las personas o los escenarios de la infancia— y que las canas se habían apoderado de su cabello. Me impresionó cómo le brillaban los ojos al mirarnos, aunque suene a lugar común. Sonreía con cariño. Casi no me atreví a hablarle, por timidez. Años después de la graduación, cuando estudié un año en Francia, una anécdota hizo que me acordara de él. En una de las clases, un profesor regañó a un alumno —creo que un estudiante extranjero, como yo— por no haber respetado las fórmulas de cortesía al escribirle un correo electrónico. «Primero “Monsieur…”, y para despedirse, “Bien cordialement”», nos explicó. Procuré respetarlo siempre. Luego descubrí que allí, para quienes cuidan el idioma de la correspondencia, el tipo de despedida expresa el grado de afecto que se siente por alguien. Es algo que me gusta, como me gustan las personas más bien reservadas, calladas y poco dadas a tocar el sonajero sentimental, aunque no critico —ahora ya no, por lo menos— a quienes expresan con más facilidad sus emociones. No le he vuelto a ver, pero me acuerdo mucho de Don Ramón. Otros temas Comentarios Silvia Nieto el 19 jun, 2018