Creo que la infancia moldea nuestro carácter, y que las experiencias de la edad adulta, la vivencia de los afectos y los golpes de la decepción, son fruto de las inclinaciones que aprendimos entonces. Lo he pensado mientras leía memorias y lo pienso este sábado cuando leo «Je ne serais pas arrivé là si», una serie de entrevistas que diario «Le Monde» ha hecho a grandes personalidades de la sociedad francesa. En una de ellas, Sempé, el célebre dibujante, confiesa que tuvo una niñez dura, marcada por la pobreza y por ser el hijo de una madre soltera que luego se casó con un hombre violento. El pequeño Sempé aprendió a mentir como otros aprenden a callarse o a reírse de todo, para sobrevivir, y solo logró sacudirse la tristeza cuando la música de Duke Ellington se lo pidió desde un transistor: «Me inventaba otra vida —cuenta—. Al farmacéutico, le dije que era el hijo de un futbolista célebre, dándole un montón de detalles. Le volvía loco ese futbolista, así que cerró la puerta para que habláramos. ¡Me hacía reír verle enloquecido!». Y también: «Los libros para el colegio, no me atrevía a decir que mis padres no me los habían comprado, así que contaba que no me hacían falta. Mentía todo el tiempo, a todo el mundo». El padre de las aventuras de «El Pequeño Nicolás», un crío que contempla con el asombro de los inocentes el mundo de los adultos, concluye: «Dibujo lo que me hubiera gustado ser». Otro caso es el de Françoise Hardy. Aquí he jugado con ventaja, porque sus memorias fueron uno los regalos que recibí por mi 26 cumpleaños. Al inicio del libro —la cantante nació en el París ocupado durante un bombardeo—, Hardy decía haber aprendido muy pronto que lo mejor era no pedir nada a nadie, gracias a que su madre había decidido ignorar sus lágrimas cuando era un bebé. El resto de su biografía era la de una mujer abocada a los afectos extremos, incondicionales, que resultan del pavor a la pérdida; el mismo miedo que explica su relación con Jacques Dutronc, al que perdona siempre, y al que —la realidad es gris, para nuestra desgracia— yo, personalmente, no me atrevo a juzgar. Curioso, por último, lo que cuenta la explosiva —el adjetivo no puede ser menos original— Brigitte Bardot: «Nadie sabe hasta qué punto la celebridad es tóxica y destructiva. Es un veneno. ¿Cuántas grandes actrices han conocido un final trágico? Cuando dejé el cine, en la primavera de 1973, esperaba encontrar la paz. Imposible. Hace ya cuarenta y cinco años, y todavía no puedo sentarme en una terraza, hacer compras en una tienda o deambular por el puerto. Basta que un gilipollas se plante con un teléfono, ¡y foto! No lo aguanto. (…) Yo, que era de naturaleza tan tímida…».
Nada más —sé que es muy poco— por hoy.
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