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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Tiren la columna

Tiren la columna
BARCELONA..El desesperado, de .Exposición Coubert en el MNAC...ARCHDOC
Silvia Nieto el

Cuenta Julian Barnes en «Con los ojos bien abiertos» (Anagrama, 2019) que su interés por la pintura fue más bien limitada durante su infancia, que pasó disfrutando de la lectura de cómics o haciendo deporte. En su casa había libros de arte, lo que le inspiró respeto hacia algo que ignoraba, pero no fue hasta su juventud, durante un viaje a París, cuando su mirada se rindió ante el encanto del dibujo y el color. «Fue un museo grande, oscuro y anticuado el que más impresionó, tal vez porque no había nadie más allí, así que no sentí ninguna presión», nos confiesa. La soledad de las salas le libró de fingir emociones, despojándose de la careta circunspecta con la que procuramos no parecer náufragos entre los expertos de alguna disciplina. «El Museo Gustave Moreau, cerca de la Gare Saint-Lazare, estaba en manos del Estado francés desde la muerte del pintor en 1898, y, -debido a su tristeza y suciedad- parecía haber sido mantenido a regañadientes (…) quizá admiraba más a Moreau porque nadie me dijo que lo hiciera. Pero fue ciertamente aquí donde me recuerdo por primera vez mirando conscientemente las imágenes, más que siendo pasivo y obediente en su presencia».

A mí me parece que la sinceridad es una virtud de la escritura, que además se percibe cuando el autor de un texto se atreve a describirse sin protagonizar hazañas memorables o procurar quedar bien. En la vida suele haber más absurdo que épica, más suerte que hijos únicos del esfuerzo, y yo creo que eso no la despoja de valor o significado. Dicho esto, Barnes narra una historia personal sin altos vuelos, y por tanto bastante creíble: la de un chico británico que, antes de entrar en la universidad, pasa unos días en París, donde queda fascinado al contemplar pintura en un museo destartalado por culpa del desinterés de la administración al cargo. No hay una vocación temprana ni una sensibilidad tortuosa y punzante. Su hallazgo no es el resultado de una búsqueda o de una crisis existencial. Hay, simplemente, un encuentro casual con algo que le conmueve y que le va a acompañar a partir de ese momento, como antes, durante su infancia, lo habían hecho las tiras de dibujos.

Abajo la columna

Pasada la presentación del libro, Barnes comienza a desmenuzar la historia de algunos cuadros célebres, con una escritura clara y muy entretenida. Aunque he dedicado buena parte de esta entrada a hablar del autor, lo cierto es que lo que me ha motivado a escribir hoy ha sido la mención que hace a un suceso que se produjo durante la Comuna de París, la explosión revolucionaria que puso patas arriba la ciudad en la primavera de 1871. Como ya comenté por aquí, la derrota que el emperador Guillermo I asestó a la Francia de Napoleón III, al que con mala leche -y odio- Víctor Hugo llamaba «Napoleoncito», precipitó los hechos, que se saldaron con la derrota de los comuneros y la violenta represión de las tropas de Versalles. Lógicamente, ese brote subversivo no nació de la nada. En «Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871» (Siglo XXI Editores, 2017), el historiador John Merriman nos cuenta que la capital albergaba a personajes singulares que estaban por la revuelta y el derrocamiento del Segundo Imperio. Uno de ellos era el pintor Gustave Courbet, nacido en Ornans, en el este de Francia, en 1819, y conocido por su pasión por las provocaciones -es el padre de «El origen del mundo», expuesto en el Museo de Orsay- y su carácter alborotador. Amigo de Proudhon, el pensador anarquista, Courbet, según un informe policial de esos años, había envejecido y ya no poseía «su encanto romántico»: «Era “grande, gordo y encorvado, caminando con dificultad a causa del dolor de espalda, con largo pelo canoso, el aire de un campesino burlón, y mal vestido”», nos cuenta Merriman, citando el mencionado informe.

En su libro, Barnes opina que Courbet era un oportunista que perpetraba sus provocaciones más por los beneficios del autobombo que por el deseo de mejorar la sociedad. Un experto en la publicidad personal mediante el escándalo. Es posible que sea cierto, pero lo curioso es conocer cómo ese afán se le fue de las manos durante la Comuna.

Courbet, nos recuerda Merriman, había criticado con asiduidad la columna Vendôme, coronada por una estatua de Napoleón y decorada con bajorrelieves que narraban gestas bélicas del Imperio. El 16 de mayo de 1871, y con el pintor comprometido e implicado hasta la médula con la Comuna, donde presidía la Federación de Artistas, el monumento fue derribado. «Juzgado por un consejo de guerra el 15 de agosto -nos cuenta el historiador-, Coubert fue acusado de tratar de derrocar al gobierno, incitar al odio, usurpar funciones públicas (por haber sido miembro de la Comuna) y de ser responsable de la demolición de la Columna Vendôme. Coubert sostuvo que esta obstruía la circulación, y que se había opuesto a incendiar el Palais Royal y había ayudado a preservar los tesoros artísticos del Louvre (…) En 1873, el gobierno presidido por el mariscal Mac Mahon condenó al pintor a pagar el coste de la reconstrucción de la columna Vendôme y de su juicio. Coubert se exilió en Suiza (…) El maître d’Ornans falleció el último día de 1877, justo antes de tener que realizar su primer pago».

Hoy, en París, una joyería de la plaza Vendôme se llama Coubert. Ya comprobaré si es con un poco de retranca.

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