No es mi estilo habitual, pero creo que esta crónica va a tener un desacostumbrado tinte personal. Pido disculpas anticipadamente, sabedor de que lo privado no tiene por qué interesar al lector que busca historias deslumbrantes y no dramas personales. Tómenlo como unas reflexiones sobre ese gran viaje que es la vida, a cuyos avatares tan poca atención prestamos muchas veces. Escribo desde la habitación 309 del hospital Ruber Internacional de Mirasierra, Madrid. Casi cinco años de agonía me ha costado tomar la decisión de mirarme la espalda. Lo más común entre los mortales es mirarnos el ombligo… y encontrarlo irresistible, claro. Para muchos, la espalda no es otra cosa que esa especie de trastero donde ir arrojando todas las miserias y sinsabores que dejamos atrás, en un gesto tan fútil y penoso como esconder la basura debajo de la alfombra.
Los yoguis, tan sabios en tantas cosas, sostienen que la edad ‘real’ de una persona puede determinarse por el estado de su espalda: forma, elasticidad, calidad ósea, espacio interdiscal… Quizá no sea muy científico, pero si muy eficaz, como mirarles los dientes a los caballos. Por un capricho de la naturaleza, esa impresionante obra de ingeniería biomecánica que es la columna vertebral la tenemos a retaguardia, alejada de la vista, por lo que no solemos prestarle mucha atención. A la pobre no la queda más remedio que dolernos de vez en cuando para hacerse notar. Tal vez nunca debimos habernos puesto de pie. Ahí empezaron nuestros males y desde entonces vivimos en permanente conflicto con la gravedad.
Puedo asegurarles que algunas de mis vertebras lumbares han aprendido a cazar nervios y éstos se quejan como esposas despechadas. No han parado de enviarme mensajes de dolor desde hace casi un quinquenio. A veces, insoportables, y otras, más llevaderos. Lo cierto es que ¡por fin! he reunido el coraje necesario para irme en busca de un especialista con mi columna a cuestas, como un nazareno camino del Gólgota. El camino habitual es muy largo y pesado. Ya saben, hay que pedir cita con un médico cualquiera para que te haga un volante para el especialista. Otra nueva cita, a más largo plazo, que sólo te conduce a una serie de pruebas que el doctor evalúa antes de darte un tratamiento conservador, que puede prolongarse meses… Mi naturaleza nómada no se presta a ese sistema, así que busqué directamente a un cirujano de prestigio, avalado por sus propios colegas (rara avis) y que pudiera meterme mano de inmediato.
La elección del médico que te va a rajar la espalda, perforarte las vértebras con una broca y manejarse con un cuchillo muy afilado en territorio medular, no es un asunto que deba tomarse a la ligera. Encontré dos candidatos excelentes, un neurocirujano, el Dr. Calvo, que me habló con franqueza y honestidad en el Hospital de San Rafael, esa pequeña joyita que tenemos los madrileños muy cerca del Bernabéu y que es, y seguirá siendo, mi hospital de referencia. Y también dí con el Dr. Javier Cobo, pionero en España en aplicar la Cifoplastia, un traumatólogo muy acreditado, avalado por una gran experiencia, absolutamente especializado en patologías de la columna y, sobre todo, recomendado por mi viejo y querido amigo el Dr. José Ignacio Cimarra, ya jubilado, pero que le conoce muy bien por haber sido su compañero en el Ramón y Cajal. Ambos doctores coincidieron milimétricamente en las causas del problema. Es lo que más aprecio de un especialista: seguridad en el diagnóstico. Los que se enrocan defensivamente en medias palabras y medias tintas no son mi tipo y nunca les sacaré a bailar.
Finalmente, por una serie de circunstancias que nada tienen que ver con la indudable categoría de ambos, opté por el Dr. Cobo. Siempre flota en el aire, cuando se trata de cirugía de la columna, si es más adecuado acudir a un neurocirujano o a un traumatólogo. En esa disputa no entro. Doy por supuesto que ambos están sobradamente cualificados. Me costó más hacerme a la idea de tener que desplazarme al norte de Madrid. Ingenuamente, esperaba encontrarme un hospital vanguardista asomado a una sierra vestida de armiño, un lugar bucólico para un restablecimiento que anticipaba duro. Nada más lejos de la realidad. Las cuatro plantas del Ruber Internacional no ganarán jamás un premio de arquitectura y hay que ser muy afortunado para que te toque una habitación que te permita ver un poquito de la sierra, lo que no fue mi caso. Está encajonado en un barrio de edificios impersonales, donde no es nada fácil aparcar. A su favor hay que decir que tiene tamaño humano y una conexión wifi más que aceptable en las habitaciones.
Bastó, sin embargo, cruzar el umbral de la entrada para que el Ruber adquiriera a mis ojos todo el glamour de un hotel de cinco estrellas. Espacioso, relimpio, tranquilo, profesional, organizado y hasta un pelín frío, si quieren. Olvídense ustedes de esas tediosas colas que suelen abarrotar la consulta de cualquier doctor. Aquí da la impresión de que no cuenta tanto la cantidad como la calidad. Los tiempos de espera son mínimos, las sillas, comodísimas y el ambiente, silencioso, relajado y acogedor. Todo el mundo actúa con gran diligencia y eficacia, como un reloj suizo. Todo en esa planta se asemejan bastante, en su uniformidad y talante, a la recepción de un hotel. O eso me pareció a la llegada.
Otra cosa es lo que ocurre cuando uno sube y abre la puerta de su habitación. La 309, que me fue asignada, me recibió con un fogonazo de luz y confort envuelto en un silencio monacal que invitaba a la quietud y al sosiego. En un visto y no visto un pelotón de enfermeras y auxiliares entró en tromba como una bandada de blancas palomas, cada una con su afán. Te preparan la cama, trastean por aquí y por allá, te toman la presión y la temperatura, te colocan vías en las muñecas… Cuando todas las labores han sido cumplidas se van en silencio y entonces empiezas a recibir visitas individuales, todas amables, consideradas, educadísimas, profesionales, organizadas…, hasta que finalmente aparece el doctor Cobo, sumo sacerdote, que va a tener tu vida en sus manos durante unas horas. Te explica la jugada, charla un poquito y te tranquiliza con su mirada trigueña desde ese punto exacto en el que la cercanía corre parejas con la distancia. Lo último que recuerdo fue a la chica de la pastilla diciéndome: “Déjesela debajo de la lengua sin tragarla”. Le hice caso y me fui apagando hasta entrar en el gran sueño.
Al despertar me encontraba flotando exánime sobre un océano de blancas sábanas. Era un espíritu manso e ingrávido que parecía estar fijado por un hilo invisible a un bloque de cemento, como el globo que sujeta la mano de un niño. Simplemente existía. Sin dolor. Sin recuerdos. Sin miedos. Sin angustia. “¿Cómo se encuentra?”, oí que me preguntaba una voz. “Ni bien ni mal, quise responder, la verdad es que no me encuentro”. “Descanse, que todo ha ido muy bien”. El primer chispazo de conciencia me llegó cuando vi la cara de Zoe, mi mujer. Su presencia siempre me inunda de una alegría que jamás he sabido describir. A partir de ese momento, la dura convalecencia que me anunciaban, a mi me ha parecido un paseo de rosas, a pesar de que veintiocho grapas sellan mi espalda.
No es la primera vez que entro en boxes, tras una vida azarosa. Conozco hospitales de medio mundo, algunos magníficos, pero ninguno me ha impresionado tanto como éste Ruber. La comida es prácticamente a la carta, excelente. Cada día te viene una dietista a preguntarte qué quieres almorzar, cenar o merendar, que de todo hay, dentro, naturalmente, de las limitaciones impuestas por el cuadro médico. Todas las tardes me alegraba la visita del Dr. Cobo, que me recomendaba con esa sempiterna sonrisa, apenas insinuada, ser buen chico y seguir fielmente el tratamiento prescrito para mitigar el dolor postoperatorio. Yo le decía que lo haría por disciplina y respeto, pero que me gustaba sentir el dolor, hacerlo mi aliado y aprender de sus mensajes. Para mi, el dolor es una bendición disfrazada. Me cuida, me avisa y me defiende. Siempre me trae lecciones y muestra mis flaquezas. Cada vez que siento dolor, físico o espiritual, me hago la misma pregunta: “¿Qué error estoy cometiendo?” Esa manía, tan en boga, de pretender vivir drogado entre algodones me parece una necedad. El dolor soportable y bien entendido forma parte de la vida, es un aliado de primera, un termómetro, una defensa genial que nos previene y salvaguarda de males mayores. ¿Tendré que aclarar ahora que no soy un masoca?
Por las mañanas solía alegrarme la visita de la doctora Cristina Sacramento, una jovial y carismática doctora, formada en prestigiosas universidades de los Estados Unidos y especializada en el manejo de la patología compleja de la espalda, que desde hace años forma parte del fantástico equipo de trauma que se ha constituido en el Ruber, y que ya es una referencia nacional de primer orden. Ambos me dedicaron su tiempo y me regalaron buenos consejos para enfrentar la dura etapa que apenas acabo de empezar. Yo, por mi parte, pongo mucho empeño y no voy mal. De momento, soy campeón de la tercera planta. Nadie le da tantas vueltas al pasillo en menos tiempo. Estos doctores y el maravilloso equipo de personal sanitario que me ha atendido han pasado ya a formar parte de mi vida. Les estoy muy agradecido a todos y me descubro ante su profesionalidad y buen hacer.
Uno piensa que este híbrido de hotel y hospital de lujo que es el Ruber encajaría mucho mejor asomado al lago Leman en cualquier paraje de la Riviera suiza que encastrado en medio de un ajetreado barrio de nuevo cuño al norte de Madrid. El contexto en arquitectura es tan importante como la circunstancia a nivel humano. El hombre y su circunstancia. La obra y su contexto. Dicho esto hay que hablar del Ruber como un microcosmos dividido en partes bien diferenciadas. Las impolutas plantas residenciales, el cielo, atendidas por una legión de ángeles diligentes que mitigan el dolor e infunden esperanza a los pacientes y el purgatorio administrativo de la planta baja, donde el paciente se convierte por arte de magia en cliente. No pude evitar evocar los relatos de La Divina Comedia cuando descendí, como Dante, al círculo inferior, un mundo aparte, en el que nadie sonríe, no existe el amor ni la ternura y del que no es posible escapar con oro en los bolsillos. Si quieren un figura menos literaria pueden compararlo a la tensión que se respira en cualquier templo del dinero. Ahí uno empieza a comprender que el Ruber es una especie de extraña trinidad en la que los servicios, la medicina y el negocio se funden y confunden en una misma amalgama indistinguible.
Cuando me pasé por Caja para pagar un servicio de peluquería, convencido de que todos mis gastos estaban cubiertos por la aseguradora, me presentaron una factura que hubiera producido un infarto instantáneo al 50% de la humanidad. Se la he dado a leer a mi mujer, inglesa, a una amiga holandesa, a un ruso, a un filipino, a un profesor de arameo y hasta a un miembro de la Real Academia de la Lengua y ninguno ha entendido ni una sola palabra de lo que en ella se dice. Aquí empezó otra historia, todavía en busca de un final feliz. Obligado es, pues, terminar con un aviso a navegantes. Si es usted asquerosamente rico y quiere disfrutar sin duelo de los cuidados insuperables de este hospital concebido para la medicina privada de alto standing, no encontrará nada mejor, pero en caso contrario, asegúrese muy bien de leer toda la jerga y cauciones que le puede presentar su aseguradora con deliberada vaguedad, sólo para cumplir el expediente, en el último momento y sin el menor ánimo informativo, exactamente igual que suelen hacer las entidades bancarias. Infórmese sin desmayo y solicite un presupuesto detallado de costes por adelantado. El hospital debiera dárselo de oficio cuarenta y ocho horas antes de su ingreso, pero en la práctica sólo se lo dan a quien lo solicita, como me confirmó un responsable. No sea confiado ni se haga vanas ilusiones o puede salir felizmente curado de sus males para sufrir un infarto en la sección de Caja. No se si me explico…
¡Ah!, ¿y qué tal la operación? Fantástica, muchas gracias. No puedo describirla en detalle porque me pasé todo el tiempo durmiendo, pero a juzgar por la excelente recuperación y el hecho de que sólo una semana más tarde ya esté trabajando en casa, encorsetado, eso si, y dando mis paseíllos al sol marceño, creo que lo dice todo. Hoy día hay muchos cirujanos mediáticos que manejan el marketing mejor que el bisturí, pero el prestigio de un doctor ha de venir de sus pacientes. Ahí si que destaca el doctor Cobo por su gran formación, dedicación, humanidad y altísimo porcentaje de éxitos. Creo que el ochenta por ciento de los adultos padecemos problemas de espalda y me consta que muchos andan a la búsqueda de un buen especialista en quien confiar. Sin la menor reticencia les recomiendo a todos que acudan a su consulta. No saben la tranquilidad que me da tener un guardaespaldas (nunca mejor dicho) como él para lo que me quede de vida.
Para dimes y diretes: seivane@seivane.net
Pueden seguir aquí mis Crónicas de un nómada en Radio 5 (RNE)
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