Se dice que en el puerto deportivo de Auckland, la capital de Nueva Zelanda, hay atracados más veleros por cabeza que en cualquier otro lugar del mundo. La ciudad en sí me pareció anodina, pero luego supe que los neozelandeses no gustan de la parranda, sino del deporte al aire libre. Les va correr, remar, caminar, tirarse en bungy o en paracaídas, escalar montañas, hacer rafting o meterse una kilometrada en bicicleta, así que los días laborables trabajan y descansan y los fines de semana los dedican al deporte y la naturaleza. Como todo era tan anodino en la capital le pregunté a una apacible joven rubia por la espectacular naturaleza neozelandesa de la que todo el mundo me hablaba. Sus hermosos ojos azules se iluminaron por un instante con el destello de una sonrisa burlona antes de decirme:
- Tienes que ir a Queenstown…
- ¿Queenstown? ¿Dónde queda eso? -le repliqué desconcertado.
- Al sur del sur, mi amigo –respondió amistosamente, acentuando su sonrisa.
En efecto, la isla meridional de Nueva Zelanda, escasamente poblada, es un santuario de la naturaleza donde se encuentran los principales Parques Nacionales y sus mejores viñedos. El punto de entrada desde Wellington, en el extremo meridional de la isla principal, es Picton, una pequeña y deliciosa población de pescadores, al otro lado del estrecho de Cook, a solo dos horas de transbordador. Apenas se pone el pie allí, uno ya sabe que se encuentra en otro mundo. La sensación de estar en un lugar remoto no te abandona ni un instante. La naturaleza intacta, la ausencia de tráfico, la placidez del ambiente, todo contribuye a sentir que uno está muy lejos de la civilización y, sin embargo, todo es tan limpio, tan funcional, tan moderno, tan ordenado que uno cree, al mismo tiempo, encontrarse en el mejor de los mundos.
En Picton vive una pareja de veteranos naturalistas que salen cada día en su barco a avistar delfines. Es un paseo delicioso por la bahía, jugando con los simpáticos cetáceos, explorando islas desiertas, donde los pájaros te dejan aproximar sin recelo, visitando la cala donde Cook desembarcó ¿por primera vez? en Nueva Zelanda… Picton deja en todos el deseo de volver sin prisas.
Siguiendo la carretera de la costa, hacia el sur, se llega a Kaikoura, un antiguo enclave maorí, cuyo nombre (kai, comida; koura, langosta) ya denota bien a las claras cual es la especialidad culinaria del lugar. Pero Kaikoura es conocido, sobre todo, por los cachalotes, los enormes cetáceos que se acercan a sus costas y pueden ser observados desde muy cerca. A menudo, las condiciones meteorológicas impiden que los barcos se hagan a la mar, entonces son las avionetas y helicópteros los que se encargan de sobrevolar la zona, pero es muy difícil distinguir, desde la altura, un cachalote de un submarino soviético.
Más al sur se halla la importante ciudad de Christchurch. Ni que decir tiene que la Iglesia de Cristo, una espléndida catedral victoriana, ocupa el corazón de la población. Aquí, más que en ningún otro sitio, se siente la presencia inglesa. La inmensa llanura sobre la que se levanta la ciudad, termina bruscamente en las primeras estribaciones de los Alpes Meridionales, una cadena montañosa mucho mayor que los Alpes franceses, suizos y austríacos juntos.
La capital de esa región y el único núcleo de población digno de tal nombre, Queenstown, se aprieta en el corazón de las montañas, a la vera de un lago, y constituye la puerta de entrada al extraordinario Parque Nacional de Fiordland, una inmensa extensión de cordilleras, picos, bosques húmedos, lagos impolutos, fiordos, imponentes cascadas, ríos bravos… Queenstown es una estación de esquí en invierno y la base de todo tipo de excursiones y aventuras en verano. Rodeada de altísimos picachos permanentemente cubiertos de nieve, pero abrigada de los vientos, esta pequeña población de diez mil habitantes bulle con la vida de una ciudad cosmopolita. En su coqueta calle principal se mueve, entre alegres y coloridos setos de flores, una abigarrada multitud de turistas y aventureros que recuerdan las estaciones de invierno suizas. Se dice que en Nueva Zelanda hay diez veces más ovejas que personas, pero habría que añadir que en Queenstown hay muchas más tiendas que personas y ovejas juntas. Por no faltar, no faltan ni agradables playas bordeando el lago.
La oferta de actividades no puede ser más variada a lo largo del año. Desde las inexcusables visitas a los fiordos -donde, por cierto, descubrimos que, aunque Cook se declarara descubridor de los mismos, la verdad es que los primeros en explorar y cartografiar el más importante de ellos, Doubtful Sound, fueron los españoles Malaespina y su cartógrafo Felipe Bauza, con las naves Descubierta y Atrevida, ya que Cook no se atrevió a navegarlos temiendo no ser capaz de salir de aquellas profundas ensenadas sin viento– hasta el descenso de los ríos bravos o la navegación en jet por los pedregosos meandros del río Dart, a más de cien kilómetros por hora, sin olvidar los inevitable saltos de “bungy”, o las apetecibles escaladas hasta los glaciares, todo resulta atractivo y magníficamente organizado. Los turistas más exigentes dispones de yates de alquiler para navegar por el lago y los mochileros, siempre bien recibidos en Nueva Zelanda, disponen de sencillos y limpios alojamientos a precios más que asequibles.
La verdad es que los magníficos paisajes de Queenstown despiertan emociones sanas y limpias. Sus gentes son amables, acogedoras y genuinamente amistosas. Sus vistas, insuperables y su comida y vinos, de primera calidad. No hay agobios, no hay masas vociferantes, no hay contaminación… Apúntenlo en su agenda de viajes para cuando pase el chaparrón de la crisis. Total, está ahí al lado, en las antípodas…
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