Cuentan que Morelos nació mestizo y que su padre habría pagado a un sacerdote para que lo inscribiera como criollo -hijo de españoles afincados en México- en la partida de nacimiento. Lo cierto es que a los once años ya guiaba reatas de mulas por los vericuetos de la Sierra Madre, cuyos caminos llegó a conocer como nadie. Dicen que su madre le obligó a ingresar en el seminario para poder cobrar una herencia que habría dejado un tío cura, y cuya cuantía sólo podía pasar a manos consagradas. Allí tuvo como mentor al padre Hidalgo, otro cura trabucaire que le infundió sus ideas revolucionarias. Ambos terminarían siendo excomulgados por “blasfemos, jugadores, lujuriosos y dados a la bebida”, lo que no fue óbice para que pasaran a la historia como grandes héroes de la independencia mexicana.
Poco después de que, tras la declaración de Independencia en 1828, la Nueva Valladolid, fundada por el virrey Mendoza a instancias de Juana la Loca, cambiase su nombre por el de Morelia en honor del héroe local José María Morelos, un grupo de monjas dominicas de clausura abandonaba su viejo convento de Las Rositas para instalarse en el flamante Sagrario Metropolitano, en plena calle principal de la ciudad. Puesto que los votos de clausura las obligaban a que “nadie viera jamás su rostro ni en vida ni muertas”, para el traslado hubo que organizar una solemne procesión presidida por el obispo y las autoridades civiles y militares. En uno de los numerosos murales que se exhiben en la bella capital michoacana aparecen las monjitas agrupadas tímidamente, como asustadas del gentío que jalonaba el trayecto, vistiendo una especie de burkha de gasa marrón que las cubría de la cabeza a los pies.
Apenas a cien metros de allí se levanta hoy un hermoso conjunto escultórico de bronce, Las Tarascas, que representa a tres jóvenes indígenas vistiendo una falda hasta el suelo y mostrando con naturalidad sus torsos desnudos, Sobre la cabeza portan un enorme cesto rebosante de frutas que simboliza la abundancia. El contraste entre la inocencia, frescura y sencillez con que las indígenas muestran sus pechos desnudos y el exagerado recato, seguramente patológico, con que las renunciantes católicas ocultaban sus cuerpos representa cabalmente la distancia entre dos mundos que, quinientos años después, siguen sin cuajar en una pasta social homogénea.
(Y por si fuera poco, me topé con dos jovenzuelas besándose apasionadamente en plena Plaza de la Catedral, ante la mirada atónita y escandalizada de los paseantes, que jamás habían visto una cosa igual en la conservadora Morelia, Patrimonio de la Humanidad, alma de la patria, cuna de próceres, guardiana de las tradiciones, etc.)
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