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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Quedarse en casa

Emilio de Miguel Calabia el

Lo de quedarse en casa da para muchos memes, como he podido comprobar estos días, y también puede dar juego en la literatura o simplemente en la reflexión.

Kamo No Chomei fue un literato japonés del siglo XII con ciertas ínfulas y deseos de grandeza. A los cincuenta años, no habiendo conseguido sus objetivos de ascenso social, decidió apartarse del mundo. Se fue al monte Hino, donde se construyó una humilde morada. Su experiencia de esos años la escribió en “Pensamientos desde mi cabaña”. El eje de sus memorias son las sucesivas cabañas que se fue construyendo, cada una más pequeña y más humilde que la anterior. Es como si su creciente desapego del mundo se tradujese en una necesidad cada vez menor de espacio y cosas.

Sus pensamientos comienzan preguntándose por el afán humano por construirse casas que, como todo, son efímeras. “No sabemos de dónde vienen ni adónde van los hombres, tan sólo que nacen para morir. Tampoco sabemos por qué se afanan de esa manera en construir casas necesariamente tan frágiles que penas perdurarán (…) La manera en que la morada y su dueño rivalizan a la hora de ser el primero en desaparecer de esta vida efímera se asemeja al rocío en los pétalos de una campanilla.”

Kamo describe con cierto orgullo su última morada. Resulta graciosa la punta de vanidad con la que quiere mostrar hasta qué punto ha llegado en su desapego por los bienes mundanos. Se ve que en este mundo la vanidad es lo último que se pierde:

Apenas tenía tres metros de largo y dos de alto. Ya que no veía la necesidad de encontrar un domicilio definitivo, no tardé en encontrar un terreno. El suelo era la propia tierra, el techo era de paja. Conseguí unas tablas y las dispuse de forma sencilla, uniendo las junturas con pasadores metálicos. De este modo, no sería difícil plegarlas y marcharme si pasara algo que me incomodase. Tampoco sería complicado transportarla y reconstruirla, pues cabe en dos carretas, y el único coste serían los honorarios del carretero.”

Hay algo en esta obra de Kamo no Chomei, que me recuerda unos versos famosos de Fray Luís de León:

Dichoso el humilde estado

del sabio que se retira

de aqueste mundo malvado,

y con pobre mesa y casa,

en el campo deleitoso

con sólo Dios se compasa,

y a solas su vida pasa,

ni envidiado ni envidioso.”

El tema del sabio que se retira de la ciudad y sus asechanzas a vivir modestamente en el campo es un lugar común de la literatura renacentista. Sospecho que si había tantos autores que ensalzaban la vida en la aldea, era porque ninguno la probababa. Hay ideales como el matrimonio, que están muy bien cuando son anhelos de cara al futuro. Muy distinto es cuando los pruebas en la vida real. La demostración de que casi ninguno de estos autores se retiraba al campo la tenemos en que apenas hay poemas que hablen de mosquitos zumbando, del aroma del estiercol, o del techo de paja que gotea.

Quevedo también practicó este tipo de poesía las veces que perdió el favor real y tuvo que retirarse al campo, a ver si al Rey se le pasaba el enfado. Uno de esos poemas, escrito en la proximidad de un cementerio comienza:

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos,

y escucho con mis ojos a los muertos”

Lo que han cambiado los tiempos. A un poeta del Siglo de Oro le colocas junto a un cementerio campestre y te escribe este poema. A un escritor moderno le pones en la misma situación y seguro que se te descuelga con una historia de zombis.

Al final de su vida a Quevedo le tocó probar el confinamiento en el Convento de San Marcos en León. En la “Carta moral e instructiva a Adán de la Parra” cuenta cómo era su jornada diaria en la prisión. A las siete de la mañana estaba ya vestido. A continuación dedicaba una hora a reflexionar y una de las meditaciones que más le acompañaba era la meditación sobre la muerte. A las ocho desayunaba y después, hasta las diez, escribía. De diez a once rezaba algunas devociones y de once a doce leía “en buenos y malos autores; porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún lugar el de mejor nota.” A las doce le traían la comida, que despachaba en una hora, conversando con otro preso. Luego pasaba media hora paseando y otra media dando gracias a Dios. A las dos se tumbaba, “no tanto para dormir como para pensar en donde estoy”, y se levantaba a las tres y media. Entre cuatro y siete conversaba con unos religiosos y luego volvía a quedar “en mi soledad y encierro”. Hasta las ocho y media rezaba. De ocho y media cenaba y de nueve a diez volvía a conversar con religiosos que le venían a visitar. A las diez y media le dejaban solo y desde esa hora hasta las doce se ponía a escribir. Más tarde, durante media hora se aplicaba a contemplar la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. A las doce y media se dormía y solía despertarse a las tres y media. Entonces, para no estar ocioso, porque “la ociosidad es la madre de todos los vicios”, leía durante una hora y a las cuatro y media volvía a dormir.

Si pensamos que no tenía ni Netflix, ni videojuegos, ni nadie que le enviara memes sobre el encierro, ni un balcón al que salir cada tarde a las ocho, ni teléfono móvil, como que su encierro se ve un poco más duro que el que sufrimos ahora. Bueno, todo confinamiento a la fuerza hastía con o sin Netflix.

Masaoka Shiki fue un poeta japonés que nació un año antes de la revolución Meiji. Vivió en un país en efervescencia que se estaba convirtiendo en gran potencia. Podemos imaginar su tristeza al no poder participar en esos momentos tan especiales. A los 22 años tuvo su primer vómito de sangre, indicio de la tuberculosis que le acabaría matando. Con veintiocho años se vió obligado a vivir en una habitación, de la que apenas saldría y en la que pasaría los últimos siete años de su vida. Una buena parte de esos años los pasó en cama. Todo el acceso que tenía al mundo de fuera era el pedazo de cielo que veía por la ventana.

Shiki fue un gran innovador del género del haiku. Transcribo algunos de sus haikus que dan idea del encierro en el que vivía:

Se ve nevar

por el agujero

de la puerta”

Estancia del paciente

en la ventana cálida

una mosca irritante”

Con la cabeza erguida

también en caracol

se me parece”

Este último me parece el haiku más trágico de todos. Es una alusión a su propia situación. Postrado en la cama, no puede más que alzar la cabeza para mirar por la ventana y esa imagen le hace pensar en la cabeza de un caracol, saliendo de la concha.

La caja de las orquídeas” de Herbert Franke es una novela de ciencia-ficción escrita en 1963, que resulta extrañamente presciente. En un futuro remoto los hombres han descubierto que el viaje interestelar es impracticable. En su lugar proyectan avatares, que realizan la exploración y envían la inforación a la Tierra. Una cosa que han descubierto los humanos es que toda civilización que alcanza un determinado nivel de desarrollo, acaba autodestruyéndose [no olvidemos que Franke escribió la novela cuando el mundo había rozado la guerra nuclear con la crisis de los misiles en Cuba]. Dos equipos que están explorando un nuevo planeta descubre una ciudad alienígena. Parece que esa civilización no se autodestruyó, pero los habitantes de la ciudad no aparecen por ninguna parte. Finalmente se revelará que sus habitantes fueron encerrándose en sí mismos y en sus casas y dependiendo cada vez más de sus máquinas, hasta quedar convertidos en una suerte de orquídeas.

El protagonista se da cuenta entonces de que la Humanidad ha emprendido el mismo camino que esos alienígenas: encerrada en sus casas, preocupada únicamente por distraerse, conectados a máquinas que la divierten y hacen innecesario el contacto con el mundo real… Tiene mérito que Franke escribiera esta distopía cuando nadie pensaba en internet ni en las consolas. Quien sabe, lo mismo ya estamos empezando a construir la distopía de Franke.

No sé si en los últimos años nos hemos vuelto menos poéticos o más prácticos, pero las referencias al confinamiento en casa en este tiempo han venido más del campo de la sociología que del de la literatura.

En 1998 el psiquiatra japonés Tamaki Saiko en su libro “Una adolescencia sin fin” dio a conocer públicamente el concepto de “hikikomori”, gente, generalmente hombres jóvenes, que se recluía en sus casas, a menudo en una de las habitaciones, y no quería tener interacciones sociales. En aquel momento parecía un fenómeno típicamente japonés y que se podía explicar por factores socioculturales. Después de haber tenido una infancia protegida, los hikikomori se tienen que enfrentar a una sociedad muy rígida y exigente. En algún momento, generalmente después de un fracaso académico, sienten que no dan la talla, que no pueden responder a las elevadas expectativas de la sociedad. La solución a ese dilema es recluirse, apartarse de la sociedad.

Durante mucho tiempo se pensó que se trataba de un fenómeno específico japonés, hasta que se empezaron a documentar casos en otros países. Es posible que si el fenómeno ha pasado a otros países, se haya debido a que las sociedades de estos países han comenzado a desarrollar algunos rasgos que caracterizaban a la sociedad japonesa: 1) Paso de una infancia muy protegida y con pocas responsabilidades a un mercado laboral supercompetitivo y exigente. Algunos jóvenes no consiguen dar ese paso y se quedan atascados en su zona de confort familiar; 2) Una sociedad que valora enormemente el éxito, pone muy alto el listón y transmite la idea de que quienes no logran los objetivos sociales son unos fracasados.

Curiosamente, lo que para unos es una tendencia patológicamente indeseable, para otros es la tendencia del futuro. Desde los ochenta, se empezó a hablar del “cocooning”, que vendría a ser el quedarse en casa viendo la tele con una mantita y un chocolate caliente de toda la vida. Dicho en inglés impresiona más.

Una de sus grandes impulsoras ha sido la futuróloga y experta en tendencias Faith Popcorn. Ante un mundo que es percibido cada vez más hostil e incomprensible, la casa se convierte en un refugio deseable, tal vez el único. Esta tendencia se ve reforzada por todas las nuevas tecnologías que permiten enclaustrarse en casa y seguir teniendo interacción social. Es más, desde casa uno puede seguir al tanto de lo que ocurre por el mundo igual de bien y de una manera más segura. Así planteado lo de quedarse en casa hasta suena apetecible. Mucho más apetecible que cuando uno lo hace forzado por una pandemia.

 

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