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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

¿Es literatura lo que hace Svetlana Alexievich?

Emilio de Miguel Calabia el

A Svetlana Alexievich la descubrí con su libro “Los muchachos de zinc”, una recopilación de testimonios de soldados que lucharon en Afganistán y de parientes de soldados que no volvieron. Precisamente el título del libro viene del material con que se fabricaban los ataúdes en los que volvían los soldados muertos.

El libro es desgarrador y refleja una cara de la guerra que los que crecimos viendo a John Wayne desembarcar en Normandía sin despeinarse, no conocíamos. La guerra es sangre, pus y muerte y la de Afganistán, más todavía. El libro nos hace recorrer historias de soldados que saltan por los aires y necesitan minutos para entender que han pisado una mina y que ya no volverán a andar sobre las dos piernas, de soldados que fueron a Afganistán, convencidos de que estaban cumpliendo con su deber de buenos internacionalistas, y a su regreso se encontraron con que sus compatriotas los llamaban invasores y los comparaban con los nazis que atacaron la URSS en 1941, de padres que de repente reciben una carta que le dice que ahora son padres huérfanos de un hijo que, si tienen suerte, les devolverán en un ataúd de zinc. Es un poco como el libro de Gregory Feifer, pero en más largo y sin ambiciones de historicidad. Lo que me pregunto es si realmente calificaría como literatura.

Leyéndolo, se me vinieron a la cabeza dos magníficas historias orales de guerras. La primera es “Japan at War: An Oral History” de Haruka Taya y Theodore F. Cook. La otra es “Vietnam: The Definitive Oral History, Told From All Sides” de Christian G. Appy. Ambas tratan de recoger un amplio abanico de personas que vivieron la guerra. Por poner un ejemplo, en “Japan at War” hablan desde un general que participó en la matanza de Nanking, hasta una niña que vivió el bombardeo incendiario de Tokyo de marzo de 1945, pasando por un piloto kamikaze que sobrevivió. Tal vez porque se trata de libros que aspiran a retratar el lado humano de la Historia, sus autores dejan que los entrevistados se expresen a su manera y el resultado es un coro de voces diversas. No sé si será efecto de la traducción, pero en “Los muchachos de zinc” me daba la sensación de que todos los actores hablaban con la misma voz que Svetlana Alexievich, que uno podía pasar de un testimonio a otro casi sin darse cuenta, porque no había nada que los distinguiese.

Alexievich dice sobre los testimonios del libro que “cada confesión era como un retrato. No son documentos; son imágenes. Estaba intentando presentar una historia de sentimientos, no la historia de la propia guerra. ¿Qué pensaba la gente? ¿Qué los alegraba? ¿Cuáles eran sus miedos? ¿Qué quedó en su memoria?” Me parece muy bien, pero no veo que no esté haciendo más de lo que haría un periodista competente. Pienso en “Imperial life in the Emerald City: Inside Iraq,s Green Zone” del periodista Rajiv Chandrasekaran, que narra cómo era la vida en la Zona Verde de Bagdad en tiempos de Paul Bremer. Es un relato personal y descarnado, que también trata de describir, pero no es literatura, ni pretende serlo.

Para mí, recoger testimonios competentemente como hace Alexievich es periodismo, no literatura. La literatura requiere una elaboración, la construcción de un relato que va mucho más allá de la mera plasmación de lo que a uno le han contado. La vida tal cual no es literaria, hay que elaborarla para que se convierta en literatura. Una vez conocí a alguien que escribía “novelas”. Sus “novelas” consistían en contar su vida detalladamente, tal y como había sucedido. Me regalaba sus “novelas” con tanto entusiasmo, que nunca tuve el valor de decirle que aquello no era literatura. Un diario, todo lo más.

O tal vez yo esté equivocado y para que algo sea literatura baste con que lo etiquetemos con ese nombre, ya sea “Los muchachos de zinc”, las “novelas” de mi amigo o el prospecto de una caja de aspirinas.

Literatura
Emilio de Miguel Calabia el

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