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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Los papeles de Afganistán (1)

Emilio de Miguel Calabia el

Un momento clave en la guerra de Vietnam fue la publicación de los denominados papeles del Pentágono en 1971.

En 1967 el Secretario de Defensa Robert McNamara, al que historias posteriores describirían como uno de los villanos de la guerra de Vietnam, encargó a un equipo la elaboración de un informe secreto sobre la Historia de la guerra de Vietnam. No están claros los motivos de McNamara al encargar este trabajo. A toro pasado, McNamara diría que había querido que el documento sirviera para impedir que futuras Administraciones cometieran los mismos errores. Dudo bastante de esta versión, porque a la altura de 1967 McNamara aún no estaba convencido de que la guerra era inganable. En 1969 el analista estratégico Daniel Ellsberg, que había contribuido a su elaboración y que para entonces se había convencido de la inutilidad e inmoralidad del esfuerzo bélico norteamericano en Vietnam, decidió publicarlos.

La publicación de los papeles del Pentágono comenzó en junio de 1971. Los documentos mostraron cómo la Administración Johnson había mentido al pueblo y Congreso norteamericanos y desveló muchas de las motivaciones reales de EEUU en la guerra, que iban más de contener a la China comunista que de garantizar un Vietnam del Sur libre y democrático. Para ese momento, la Administración Nixon ya estaba en negociaciones secretas de paz con Vietnam del Norte. La publicación de los papeles lo que hizo fue meter aún más presión a Nixon para que concluyese la guerra de la manera que fuera.

Cincuenta años después la situación se repitió, demostrando que nadie aprende de las generaciones precedentes. EEUU se metió en Afganistán en una guerra inganable y sus autoridades no dijeron toda la verdad y nada más que la verdad. El periodista de investigación del “The Washington Post” Craig Whitlock decidió jugar el papel que en 1969 había jugado Daniel Ellsberg.

En 2016 se enteró de que la Oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR) había entrevistado a cientos de personas (428 en concreto, entre generales, diplomáticos, cooperantes y representantes afganos) que participaron en la guerra de Afganistán en el marco de un proyecto denominado “Lecciones aprendidas”. Los entrevistados habían hablado con sinceridad, pensando que sus entrevistas nunca saldrían a la luz. En general sus entrevistas eran requisitorias contra la política de todos los gobiernos norteamericanos, desde Bush, que inició el cacao, hasta Trump. Craig tuvo acceso a estas entrevistas y también a los denominados “copos de nieve”, notas, instrucciones y comentario que el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld escribió mientras ocupaba el cargo, de 2001 a 2006.

Otras fuentes de información fueron funcionarios del Departamento de Estado que habían estado destinados en Kabul, así como entrevistas de Historia oral que el Proyecto de Liderazgo Operacional había realizado a más de 3.000 soldados que habían luchado en Afganistán. Whitlock también se sirvió de entrevistas que el Centro Miller de la Universidad de Virginia había realizado a unas 100 personas que trabajaron en la Administración Bush.

Con todas esas fuentes Craig intenta responder a la pregunta: “¿Qué había pasado para que la guerra se atascara y no hubiera posibilidades realistas de alcanzar una victoria permanente?”

El libro empieza con una escena tan apropiada como insuperable. Dos semanas después de los atentados del 11-S Rumsfeld dio una rueda de prensa. Un periodista le preguntó si el Gobierno norteamericano mentiría a los periodistas para despistar al enemigo. Rumsfeld comenzó con la frase de Churchill: “En la guerra, la verdad es tan preciosa que siempre hay que protegerla con un cortejo de mentiras”. De pronto se dio cuenta de que estaba siendo demasiado sincero y dijo: “La respuesta a su pregunta es que no, no puedo imaginar que eso sucediera. No recuerdo haberle mentido jamás a la prensa. No tengo intención de hacerlo y tengo la impresión de que no habrá motivos para hacerlo. Hay docenas de mecanismos para no verse obligado a mentir. Y yo no miento”. Resultó que sí que mentía, y mucho.

Los inicios de la guerra de Afganistán fueron prometedores. La población apoyaba la operación, después de los atentados del 11-S. En menos de dos meses se derribó el régimen talibán y se hizo a un coste mínimo. En esos días Bush hizo dos afirmaciones osadas. La primera fue que EEUU había aprendido de los errores de Vietnam y no los repetiría. Pues bien, los repitió. La segunda fue que a EEUU no les pasaría lo que a otras potencias que habían invadido Afganistán, que empezaron con un año exitoso, al que siguieron largos años de tambaleos hasta llegar a la derrota final. Pues bien, les sucedió.

Mientras Bush se congratulaba, Rumsfeld escribía un memorándum reservado a su gente en el que decía “… nunca sacaremos a las tropas de Afganistán a menos de que procuremos construir algo que aporte la estabilidad con la que dejemos de ser necesarios.” El 28 de marzo de 2002 reconoció a dos subordinados: “Me preocupa que se nos esté yendo de las manos.” Robert Finn, que fue Embajador de EEUU en Afganistán en 2002 y 2003, dijo: “Cuando invadimos Afganistán, todo el mundo hablaba de quedarnos un año o dos. Yo les dije que tendríamos suerte si salíamos en 20 años.”

La realidad es que el comienzo de la guerra había sido muy sencillo para EEUU. En dos meses habían derribado a los talibanes y se habían hecho con el control del país, sin haber dedicado apenas recursos. Ese éxito ilusorio ya contenía el germen de todo lo que saldría mal después. EEUU se había metido en la guerra sin una estrategia ni unos objetivos claros; tampoco había estrategia de salida. A medida que pasaban las semanas y un éxito sucedía a otro éxito, los objetivos a alcanzar se iban volviendo más amplios, hasta que se llegó a la hybris final: convertir a Afganistán en una democracia a la norteamericana.

Esa hybris también llevó a desperdiciar dos oportunidades de oro para haber puesto fin al conflicto en sus primeros compases. A comienzos de diciembre de 2001, Osama bin Laden estaba escondido en las montañas de Tora Bora. Apenas había cien operativos especiales y miembros de la CIA norteamericana. Los afganos que los norteamericanos habían reclutado no eran de fiar y no mostraban mucho ahínco en capturar a bin Laden. Al mismo tiempo resultaba dudoso que los bombardeos masivos sobre el posible refugio de bin Laden fuesen a dar resultado. Los mandos de la CIA y de Delta Force sobre el terreno pidieron refuerzos. A tiro pasado, el general Tommy Franks, Comandante en Jefe de la fuerza norteamericana, se justificó de la siguiente manera: “Vale, me preguntarás por qué no lo hice. Pero piensa en el contexto político de EEUU en ese momento. ¿Qué ganas había de enviar […] otros 15.000 o 20.000 estadounidenses a Afganistán?”

Aquí Franks no está siendo demasiado honesto. Nadie le estaba pidiendo 15.000 o 20.000 soldados. Entre 800 y 2.000 habrían bastado. Por otra parte, Franks ha estado muy ocupado estos años desmintiendo que bin Laden hubiera estado en Tora Bora. Según su entrevista con el Centro Miller: “El día que alguien me dijo por primera vez: “Lo de Tora Bora es real, Franks. Está allí,” justo ese mismo día, recibí un informe de inteligencia que decía que el día anterior habían visto a bin Laden en un lago al noroeste de Kandahar, tan pancho…” Me cuesta creer que nadie creyera que bin Laden pudiera estar tan pancho a orillas de un lago bucólico, cuando los norteamericanos habían puesto precio a su cabeza.

La otra oportunidad desperdiciada fue la Conferencia de Bonn de diciembre de 2001, en la que EEUU reunió a oligarcas afganos y diplomáticos de los países de Asia Central y de Europa para decidir el futuro de Afganistán. No se invitó a los talibanes, a pesar de que algunos de sus líderes habían mostrado su disposición a deponer las armas y reintegrarse en la vida política. En su desconocimiento de la cultura local, EEUU no advirtió que en el modo afgano tradicional de hacer la guerra, los perdedores deponen las armas y se reconcilian con los ganadores, que les acogen de buen grado. Eso era justamente lo que pretendían hacer varios de los líderes talibanes.

EEUU se metió en la guerra con un conocimiento muy somero de quiénes eran los talibanes y cometió el error de equipararlos con al-Qaeda. Al-Qaeda estaba compuesta por árabes y su perspectiva era global. Los talibanes eran básicamente pashtunes y sus intereses eran locales. EEUU entró en el país bajo la premisa de que quien me ayude contra los talibanes es bueno y el resto son malos. Eso les llevó a establecer alianzas con señores de la guerra igual de infumables que los talibanes. Por otra parte la demonización de los talibanes impidió advertir el sutil entramado tribal que los sustentaba y que muchos actos de violencia no se debían necesariamente a éstos, sino a rencillas tribales. A los dos años de guerra el propio Rumsfeld tuvo que reconocer exasperado en uno de sus copos de nieve que “no veo en absoluto quiénes son los malos. Nuestra inteligencia humana es deplorable.”

 

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