Podría decirse que el impulso para el pensamiento confuciano y para los pensadores que le sucedieron inmediatamente fue el de qué hacer en un contexto en el que la autoridad tradicional estaba en declive y estaban surgiendo nuevos centros políticos con nuevas prácticas y una manera diferente de concebir el poder.
La decadencia de la dinastía Zhou (1046-481) se hizo patente en 771 cuando la capital de los Zhou Occidentales fue saqueada y la capital fue trasladada a Wangcheng en el este, dando inicio al período de los Zhou orientales. Los territorios que habían sido vasallos de los Zhou comenzaron a convertirse en Estados independientes a medida que con el paso de las generaciones sus vínculos con la casa real Zhou se iban atenuando. Mientras que en la época Zhou los antiguos clanes aún habían tenido peso social y político, a medida que se fueron formando los nuevos Estados, lo fueron perdiendo. Lo que contaba ya no era el clan al que pertenecías, sino si eras ciudadano del Estado o forastero. Estos nuevos Estados se encontraron con que las formas tradicionales de gobierno de los Zhou ya no les servían y comenzaron a introducir innovaciones: códigos penales escritos, impuestos a la tierra en lugar de la obligación de trabajar para el soberano.
La sociedad también se transformó. Apareció la figura del campesino libre que dinamizó la vida económica y comercial. El ascenso social por la acumulación de riqueza se hizo posible. Apareció la figura del profesor privado que instruía a los hijos de la élite, toda vez que para alcanzar cargos en las nuevas administraciones era preciso educarse, ya que la posibilidad de heredarlos estaba desapareciendo.
La aparición de un Estado en el que las viejas categorías familiares y clánicas ya no contaban forzó a los pensadores a tomar partido y a reflexionar sobre esta novedosa manera de convivencia y cuál podría ser su fundamentación. Aunque los períodos de la primavera y otoño y de los reinos combatientes (771-221 a. C.) vieron nacer una plétora de escuelas filosóficas, al final sólo quedarían tres: confucianismo, taoísmo y legalismo. Sus planteamientos sobre el Estado y la familia no podrían ser más divergentes. El confucianismo tiene una actitud positiva hacia el Estado a condición de que actúe éticamente. El taoísmo, que es el venero ácrata del pensamiento chino, tiene una visión completamente negativa del Estado. Los legalistas defienden un Estado totalitario, que no deja lugar para ninguna otra institución, empezando por la familia.
Los confucianos veían el Estado como una necesidad. Sin él viviríamos como animales. El Estado garantiza el orden, porque la masa del pueblo no puede encontrar por sí sola el camino recto. Según Confucio: “Al pueblo se le puede llevar a que siga algo, pero no a que lo entienda.” Es importante que todos participen de la riqueza como condición previa para lograr el fin más excelso: la formación y elevación moral del hombre. El ideal de Confucio parece ser el de un gobernante sabio, benevolente y moral que actúa de manera ejemplar.
Un problema particular es el de la relación entre la familia y el Estado. La familia precede al Estado y algunos autores como Mencio consideran más importante la relación padre-hijo que la relación gobernante-súbdito. Por consiguiente, atender a la familia tiene precedencia sobre el servicio al Estado. Según Confucio: “Los padres cubren a los hijos y los hijos cubren a los padres. La integridad se encuentra en esto”. Esto es, el respeto a la moralidad familiar es más importante que el respeto a las leyes.
Mencio retoma como elemento legitimador un tema preconfuciano: el mandato del cielo. El cielo, que es un ente moral, entrega el poder al gobernante. Además, el cielo ha dotado a cada hombre con la misma naturaleza buena, que es lo que le distingue de los animales y le confiere dignidad. El Estado se justifica cuando crea las condiciones para que los hombres puedan desarrollar al máximo su bondad innata.
Xunzi, un filósofo confuciano del siglo III a. C., tenía una aproximación hobbesiana a la cuestión del Estado, que le llevaba a verlo con ojos más favorables que otros pensadores confucianos. Los hombres por sí solos y si no ponen en común sus habilidades son inferiores a la naturaleza. Además, siendo sus deseos insaciables y los bienes escasos, si no hay una autoridad reguladora, el conflicto resulta inevitable. El Estado con sus jerarquías y el reparto de funciones es una necesidad. El gobernante es el encargado de hacer que funcione. Pero el Estado no es un fin en sí mismo. El Estado se justifica cuando garantiza un orden pacífico y justo.
A Xunzi y a otros pensadores confucianos no se les escapa que el poder inicialmente justo puede acabar convertido en tiranía, pero no está claro qué medios legales podrían ser aplicables en tal caso. Mencio y Xunzi abogan por el tiranicidio. El tirano, por el hecho de serlo, ha renunciado a su dignidad de gobernante y por tanto se ha convertido en un mero criminal, que ha de ser ejecutado.
El taoísmo habla de una edad de oro primitiva en la que la gente obedecía sin necesidad de normas, por lo que no hacían falta instituciones. El mundo de los humanos estaba inserto en el mundo natural. A medida que el mundo fue declinando (el taoísmo nunca explica claramente por qué se produjo este declive y cómo salimos de ese estado original perfecto), hubo que introducir primero las regulaciones, luego los castigos y luego los acuerdos. Aún así, “hoy en día uno tolera el abuso y se toma la desgracia a la ligera, ambiciona la ganancia y apenas conoce la vergüenza (Huainanzi, un libro del siglo II a.C. que recoge conceptos del confucianismo, el taoísmo y el legalismo).
La civilización y la cultura son invenciones artificiales hechas necesarias por la pérdida del estado primordial de espontaneidad y no-acción. La moralidad convencional se convierte en algo utilitario, algo que se practica para conseguir fines que pueden ser inmorales; de hecho también puede haber una moral que ayude a mantener unido a un grupo de ladrones. Para los taoístas más radicales, el Estado es el mayor grupo de ladrones, cuyos integrantes se autodenominan gobernantes.
Los taoístas más moderados no llegan a esos extremos. Reconocen a regañadientes su necesidad, pero no desean colaborar con él. Sólo aceptarían a un gobernante que siguiese el Tao. El Tao Te Jing trae muchas alusiones a cómo debería ser ese gobernante sabio: que pase inadvertido; que no interfiera en la vida del pueblo; que en su acción no interfieran su ego y sus intereses.
Nada podría ser más opuesto a los taoístas que los legalistas, cuya solución a la descomposición social y política que trajo el declive de los Zhou orientales es un Estado totalitario. El punto de partida es la visión del hombre como un ser egoísta, al que sólo pueden contener la cultura, los vínculos sociales y, sobre todo, las leyes del Estado. Las tradiciones no cuentan. Se aplicaron en los tiempos del pasado, pero ahora vivimos en los tiempos del presente. Las instancias sociales intermedias han de desaparecer ante la obediencia absoluta al Estado, una posición que no podía estar más alejada de la confuciana tradicional.
El egoísmo de los hombres ha de ser manipulado para que puedan convertirse voluntariamente en campesinos y soldados, los dos pilares del Estado. Para ello es preciso instituir un sistema de premios y castigos. La benevolencia y la generosidad no caben en este sistema, ya que lo desvirtuarían. En última instancia la virtud mayor es la eficacia en el servicio al Estado. El Estado no debe tanto promover lo bueno como prohibir lo malo.
Si hay algo a retener de todo lo anterior es la absoluta modernidad de los pensadores chinos, cómo sus planteamientos y las preguntas que se hicieron aún siguen siendo válidas más de 2.000 años después.
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