Emilio de Miguel Calabia el 27 abr, 2021 (Lucio Cornelio Sila) En 112 a. C. estalló la guerra de Yugurta, un conflicto con el reino de Numidia, que se ubicaba en el este de la actual Argelia. La guerra se prolongó durante siete años y puso de manifiesto cómo se había corrompido la moral pública romana. Durante varios años Yugurta consiguió manipular a los romanos a base de sobornos y su derrota definitiva sólo se produjo porque los romanos a su vez se confabularon con su suegro Boco I, rey de Mauritania, que le traicionó y le entregó a los romanos. De la guerra de Yugurta saldrían dos líderes militares que marcarían los destinos de la República durante las siguientes décadas: Mario y Sila. Se trataba de dos hombres que no podían ser más contrapuestos: Mario era reformista en lo político y conservador en lo personal, mientras que Sila era conservador en lo político y muy liberal en lo personal. Los dos se cayeron mal tan pronto se vieron y su enemistad causaría muchos muertos. Con Mario culmina el proceso por el que las victorias militares se convierten en un elemento clave para la carrera política de quienes quieren dirigir el Estado. Los hombres que se enfrenten a muerte en el siglo I a. C. y que entierren la República, serán hombres con una larga y victoriosa carrera militar a sus espaldas. Mario es sobre todo conocido por las reformas que introdujo en el Ejército. Las reformas hicieron del Ejército romano una fuerza de combate formidable que reinaría incontestada en el Mediterráneo hasta finales del siglo IV d. C. Hubo dos de las reformas que tendrían grandes consecuencias políticas y sociales. La primera fue la admisión de personas sin medios para costearse las armas, las cuales les serían proporcionadas por el Estado. Para muchos miembros de la plebe se convirtió en la única salida profesional plausible. La segunda fueron las bonificaciones para los veteranos que habían cumplido con los 25 años de servicio militar: una pensión y tierras. El efecto socio-político de estas dos reformas combinadas fue la profesionalización del Ejército y la creación de un vínculo especial entre los soldados y su general, que era quien a fin de cuentas les recompensaría al final de sus servicios. Los soldados cada vez lucharían menos por Roma y más por su general, lo que atizaría las llamas de las guerras civiles. La carrera de Mario muestra cuánto había cambiado la República. Su encumbramiento se debió a sus victorias militares y nunca dejó completamente de lado la profesión militar; en el pasado, los patricios sabían que tarde o temprano tendrían que dejar las armas para hacer política en el Senado, ahora todos sabían que las armas no se podían dejar atrás sin más ni más. Mario fue elegido Cónsul seis veces, cinco de ellas seguidas. Sólo Augusto, 70 años después y cuando la República agonizaba, tendría el mismo número de Consulados. En la República antigua, nunca se habría permitido a nadie que fuese Cónsul tantas veces y de manera tan seguida, por el temor a que le entrasen ambiciones monárquicas. De hecho, existía una ley, que no se respetó en este caso, que impedía que nadie pudiera ser Cónsul antes de que hubieran pasado diez años desde su anterior Consulado. Un síntoma de disgregación política es, precisamente, cuando las leyes dejan de respetarse y empiezan a crearse excepciones. Finalmente, durante su sexto Consulado, vio como su aliado Lucio Apuleyo Saturnino, ordenaba el asesinato de Cayo Memmio, un optimate rival, que tenía muchas posibilidades de ser elegido Cónsul. Sí, los populares también habían aprendido a asesinar. Mario se retiró de la política tras su sexto consulado y durante unos pocos años los optimates en el Senado pudieron pensar que habían recuperado el control de la situación. Va a ser que no. Los aliados itálicos de Roma se encontraban cada vez más descontentos. Llevaban décadas contribuyendo fielmente a las guerras romanas, pero se les denegaban los beneficios de la ciudadanía romana. A ello se añadía que también entre ellos existían los mismos problemas de tenencia de la tierra. En el 91 a. C. estalló la denominada “guerra social”, que en realidad habría sido más correcto traducir como “guerra de los aliados”. Fue el primer anticipo de lo que vendría durante el resto del siglo I a. C.: Ejércitos romanos enfrentándose contra Ejércitos romanos; aunque los aliados itálicos no fueran en puridad romanos, militarmente no se distinguían de las legiones 100% romanas: utilizaban las mismas tácticas y el mismo armamento. Fue una guerra muy sangrienta, en la que ambas partes sufrieron duras derrotas. La guerra terminó en el 88 a.C. con la victoria de Roma. Irónicamente, incluso antes de que la guerra terminase, Roma concedió a los rebeldes la ciudadanía romana que pedían. Podían haberlo pensado antes y se hubieran ahorrado una guerra. Apenas había terminado la guerra social, cuando en Oriente el reino del Ponto, bajo Mitrídates VI, comenzó a levantar la cabeza y a amenazar los intereses romanos en la región. El Senado se reunió para elegir a un general que mandase las tropas que irían a Oriente a restablecer las posiciones romanas. Los candidatos eran Mario por los populares y Sila por los optimates. El Senado escogió a Sila. Mientras Sila se encaminaba hacia Oriente, Mario le hizo una jugarreta y con malas artes consiguió que las asambleas populares le otorgasen el mando a él. De pronto Roma tenía un Ejército para combatir a Mitrídates y dos generales para mandarlo. Sila tomó la decisión más osada: se dirigió con las legiones que le habían encomendado a Roma y entró en la ciudad, violando todas las convenciones. Nadie se atrevió a enfrentárselo. Mario salió huyendo de Roma. Sila exigió al Senado que declarara a Mario y sus partidarios más estrechos enemigos de la República e introdujo cambios legislativos que reforzaban el poder del Senado. Sila sabía que Mario gozaba de más apoyo en las asambleas populares. Asegurada su posición en Roma, partió a Oriente a combatir a Mitrídates. Un romano del 88 a. C. acaso pudiera pensar, si era algo ingenuo, que lo que había vivido era algo excepcional e inusitado: un general entrando en Roma con su ejército e imponiendo su voluntad al Senado. Nosotros sabemos que la jugada de Sila fue simplemente el anticipo de lo que estaba por venir. Uno de los Cónsules, Lucio Cornelio Cinna, aprovechó la ausencia de Sila para deshacer sus arreglos. Reclutó soldados (con la profesionalización de Ejército y las continuas guerras, si había algo que sobraba eran soldados con ganas de marcha), llamó a Mario de vuelta y ocuparon Roma. Mario logró su séptimo Consulado y se lanzó a una purga salvaje contra sus enemigos, especialmente contra los que tenía en el Senado. Ése sería el patrón en lo sucesivo: el vencedor apiolaba a sus enemigos; en este contexto, Julio César destacaría por su tendencia a mostrarse clemente con sus enemigos, tendencia que acabaría costándole la vida. Mario murió de muerte natural, justo cuando saboreaba su triunfo. Cinna envió un ejército para combatir a Sila en Oriente. Sila hizo las paces con Mitrídates para concentrarse en la amenaza que tenía a sus espaldas. Derrotó al ejército que Cinna había enviado en su contra y se encaminó hacia Roma. Si los meses de triunfo de Mario fueron un aperitivo de la crueldad que traerían las guerras civiles, Sila introdujo un nivel de crueldad y de ensañamiento con los rivales inusitado hasta entonces, que prefigura las ejecuciones despiadadas que el Emperador Tiberio llevaría a cabo cien años después con los partidarios de Sejano. Apenas llegado a Roma, derrotó ante sus puertas a un ejército popular. De los 12.000 cautivos que hizo, ejecutó al día siguiente a 3.000. Con el partido popular debidamente acogotado y los Senadores notablemente acongojados, Sila se hizo nombrar Dictador vitalicio. La dictadura era una institución excepcional, pensada para casos de extremo peligro para la República, en la que se otorgaban poderes extraordinarios por un período de seis meses. Resulta interesante que Sila no aspirase al cargo de Cónsul, como hubiera sido de esperar. Esto muestra que las instituciones cada vez contaban menos frente a un hombre con un ejército a sus espaldas. Los dos años de la dictadura de Sila, que a algunos se les debieron de hacer eternos, pueden resumirse en dos ideas. La primera: acogotar a los populares, a los cuales persiguió con saña para que no volvieran a levantar la cabeza; en el paquete también entró algún ciudadano cuyo pecado era ser demasiado rico para su propia salud. Y es que las proscripciones se habían convertido en una vía de enriquecimiento fácil, al dar patente de corso para que el gobernante se adueñara de los bienes del proscrito. Algunos Emperadores romanos le cogerían el gusto a esto. La segunda: reforzar la autoridad del Senado, al tiempo que debilitaba las asambleas. No sé si el propio Sila era consciente de la ironía de tratar de reforzar el Senado, cuando él mismo con sus acciones había demostrado que un caudillo militar con un ejército detrás podía hacer con los senadores lo que quisiera. Sorprendentemente renunció a la dictadura en 79 a.C. y se convirtió en ciudadano privado. Bueno, no fue tan sorprendente: se habían cruzado en su vida esas dos grandes fuerzas que Freud identificó, el Eros y el Tánatos. Eros se le cruzó en la figura de una joven y bella viuda con la que se casó y Tánatos en la forma de una enfermedad,- posiblemente un cáncer de estómago-, de la que Sila era consciente cuando se retiró. Murió en 78 a. C. Su protegido Pompeyo, quien se había forjado como soldado a las órdenes de Sila, se apresuró a recoger su manto. Llevó el cuerpo de Sila a Roma y presidió su funeral, convirtiéndose de alguna manera en su heredero político. Pompeyo pertenece plenamente a la nueva generación que ha entendido que el poder se alcanza a base de triunfos militares y de legiones adictas. Historia Tags Cayo MarioEjército romanoGuerra de YugurtaGuerra social romanaHistoria de RomaLucio Cornelio CinnaLucio Cornelio SilaRepública romana Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 27 abr, 2021