Juan Carlos Rubio es una de las personalidades más interesantes del teatro español, de las más prolíficas y exitosas, y al mismo tiempo de las más sorprendentes. Acostumbra a presentarse a sí mismo como un actor que escribe o como un contador de historias, y ambas cosas son ciertas, porque sabe cómo estructurar fábulas que mantengan en vilo y apetezca continuar, y ello con la eficacia y el punto de vista de quien está acostumbrado a pisar el escenario y analizar la reacción del público al que pretende (y consigue) seducir.
“El novio de España”, que se representa en el Teatro de la Latina de Madrid, es la penúltima demostración de su capacidad para gustar y emocionar al espectador con un relato apasionante, en este caso centrado en las figuras de Carmen Sevilla y Luis Mariano y en un conflicto situado en 1952, durante el ensayo de una escena de la película “Violetas imperiales”, la segunda de las tres que rodaron juntos. La obra muestra cómo el entonces famosísimo tenor y actor pide matrimonio a la joven estrella en un intento de camuflar su homosexualidad, y de qué manera esta acción se relaciona con el deseo de los padres de él de regresar a España desde su exilio en Francia ocultando igualmente, o al menos obviando, sus ideas republicanas.
La obra se presenta como la segunda parte de un tríptico iniciado con “En tierra extraña”, en la que imaginaba un encuentro jamás producido entre Concha Piquer y Federico García Lorca, por mediación de su amigo común Rafael de León. Ahí daba una visión de la crisis política y social previa a la Guerra Civil, de la misma manera que ahora se centra en un momento de recuperación y aperturismo tras las penurias de la posguerra. Pero en ninguno de los casos se trata de obras históricas, sino de textos que utilizan el trasfondo del pasado para hablar de circunstancias y asuntos de fuerte impacto para el espectador contemporáneo.
Juan Carlos Rubio habla al público de su tiempo; busca en el ayer aquello que tiene sentido acuciante hoy. La lectura más evidente es la de la identidad sexual: la ocultación, el camuflaje, el falseamiento de lo que uno es, el forzamiento de una personalidad que afecta a las relaciones amorosas, familiares, amistosas y profesionales, conduciendo no ya al engaño, sino al autoengaño… Esa línea argumental atraviesa la obra desde la escena inicial, potenciada por la especial relación entre homosexualidad, artisteo y copla, representada aquí por una Carmen Sevilla conocedora de las características de buena parte de sus compañeros y su público. Pero junto a ello tenemos el asunto de la identidad nacional mostrado primero de manera muy suave mediante el uso de lenguas regionales (vascuence, gallego y catalán) que conviven con el español y que no solo son habladas en la obra, sino también cantadas; y de manera más contundente planteando dos tipos de exilio: el de quienes sienten su tierra de origen como propia y desean el regreso más allá de divergencias políticas e ideológicas, y el de quienes entienden que la discrepancia es una barrera infranqueable que no volverán a traspasar de retorno.
La obra va elevando el tono político conforme los personajes secundarios expresan sus deseos. Juan Carlos Rubio ha imaginado a un amante de Luis Mariano fuertemente catalanista y antifranquista, y a una marquesa consorte libertina y con un pasado como cupletista e intérprete del género ínfimo. Las picardías del cuplé estaban pasadas de moda en 1952 y no se recuperarían hasta 1957 con “El último cuplé”, lo que da al personaje un aroma decadente y trasnochado al tiempo que ambicioso, y por ello mismo resulta de un contraste sumamente divertido.
“El novio de España” ofrece así materiales para satisfacer a todo tipo de público. Al más sabio y veterano le trae el recuerdo de un mundo cultural, musical y cinematográfico esplendoroso, con múltiples referencias de personas y creaciones que supieron conectar con varias generaciones de espectadores. A los más jóvenes y a los menos interesados en el pasado, les trae la actualidad de asuntos cotidianos que están en las discusiones sociales e ideológicas de la contemporaneidad. Y ello con una historia que avanza entre canciones, peleas, amoríos, chantajes y arrepentimientos que hacen de la obra un prodigio de entretenimiento.
A Rubio se le debe, además, una precisa dirección de actores que brinda el agradable descubrimiento de Carmen Raigón, siempre grácil y simpática, así como la firmeza de Dídac Flores como el amante inquebrantable de Luis Mariano. En este último papel, Christian Escuredo vuelve a confirmar que es una auténtica primera figura del teatro musical; no se parece a Luis Mariano pero no importa, porque su recreación es verosímil y audaz, digna, magnética y por completo alejada del pastiche. Supera cualquier peligro almibarado y hace que apetezca leer y saber más de un personaje al que revive con tanta emotividad. Mención aparte merece Carmen Morales como la marquesa. Han pasado casi dos décadas desde que deslumbrase con “Ninette y un señor de Murcia”, y aunque después participase en algún buen espectáculo como “Olvida los tambores”, “El galán fantasma” o “La venganza de don Mendo”, lo cierto es que se ha prodigado muy poco como actriz teatral. Qué pena y qué afortunada esta reaparición. Cuentan quienes la vieron que su madre, Rocío Dúrcal, fue una excelente actriz teatral aunque sus mayores triunfos se los diese la música. Carmen Morales no le va a la zaga. Tiene picardía, ingenio y una capacidad admirable de dar sentido a cada frase, afilándolas hasta conmocionar.
Además de ser un excelente director de actores, Juan Carlos Rubio sabe rodearse de equipos artísticos inmejorables: la dirección musical es de Julio Awad, cuyos arreglos de un buen puñado de clásicos hacen que suenen actuales a oídos modernos. La iluminación de José Manuel Guerra y la escenografía de Leticia Gañán y Curt Allen Wilmer focalizan la atención siempre sobre los actores, y lo mismo hace Rubén Olmo con unos movimientos coreográficos que a veces nos trasladan al mundo de la opereta y otras evocan los mantones que Blanca del Rey moviese como nadie.
Es muy difícil hacer teatro como Juan Carlos Rubio. Es muy difícil, si no improbable, ser siempre preciso y contundente sin repetirse. El estilo de Juan Carlos Rubio es la versatilidad aplicada a la búsqueda de emotividad, lo que implica el estudio del material para satisfacer sus demandas de excelencia. Su motor es la profesionalidad y el cuidado. Su virtud mayor es la inteligencia. Juan Carlos Rubio es de las mejores cosas que le han pasado al teatro español contemporáneo.
@Pedro_Villora
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