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Blogs Barrio de las letras por Pedro Víllora

Homenaje a Francisco Nieva en el Instituto Cervantes de Cracovia

Homenaje a Francisco Nieva en el Instituto Cervantes de Cracovia
Pedro Víllora el

Con motivo del centenario del nacimiento de Francisco Nieva (1924-2016), el Instituto Cervantes de Cracovia ha organizado una exposición titulada Francisco Nieva. Un hombre de teatro total, comisariada por la escritora y directora del Cervantes de Cracovia, Beatriz Hernanz Angulo. La muestra cuenta con 22 paneles que contienen materiales procedentes del Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música. También se realizan charlas y encuentros a cargo de especialistas como Katarzyna Górna o Kamila Łapicka.

Katarzyna Górna, hispanista. Beatriz Hernanz Angulo, poeta

Francisco Nieva ha sido el más polaco de los autores españoles del siglo XX, lo cual es significativo cuando se habla de un país, España, cuyo mayor clásico teatral, La vida es sueño (1635) de Pedro Calderón de la Barca, transcurre en Polonia.

La carrera internacional de Nieva hace que desde muy joven se interese por el teatro europeo. Así, asistirá en París a los estrenos de Esperando a Godot de Beckett, de obras de Ionesco y Brecht… Su curiosidad por cuanto ocurría más allá de las fronteras le permitió conocer el teatro de Witkiewicz y, especialmente, el de Tadeusz Kantor, sobre el que escribió y que supone un referente para su propia creación dramática y plástica (como también lo será la Polonia patafísica de Ubu rey de Alfred Jarry). Otra gran influencia polaca será Jan Potocki: Manuscrito encontrado en Zaragoza fascina al joven Nieva cuya niñez transcurrió parcialmente en los mismos parajes de Sierra Morena descritos por Potocki, originando en Nieva un imaginario fantástico que culminaría con la adaptación teatral de la novela que le valdría en 1992 el Premio Nacional de Literatura Dramática.

Valdepeñas, el pueblo donde nació Nieva en 1924, forma parte del territorio quijotesco de La Mancha, una región extensa y eminentemente rural de donde han surgido artistas aventureros y viajeros como Pedro Almodóvar o Sara Montiel. También Nieva consigue sus primeros logros fuera de España, cuando en los años 50 se instala como pintor en París. Es una época en la que comienza a pergeñar para sí mismo obras como Tórtolas, crepúsculo y… telón, El rayo colgado y, especialmente, El combate de Ópalos y Tasia (que andando el tiempo supondrá su consolidación como dramaturgo), al tiempo que publica en francés estudios sobre Lorca y Valle-Inclán.

Al iniciar los 60, en Venecia, mientras sigue pintando, escribe casi en secreto primeras versiones de Nosferatu y El fandango asombroso y comienza a pensar en Pelo de tormenta, donde al fin encontrará el sentido artístico que estaba buscando: una obra intensa, coral, erótica, libre, donde lo dionisíaco reclama su lugar frente a lo apolíneo, sin sumisión al realismo, con la temporalidad propia de la ópera en que es la música la que marca el ritmo escénico (que puede alargarse o comprimirse artísticamente) y no la mimesis de la cotidianidad, con un sentido que no depende de la verdad de la vida sino de la verdad escénica (pero no del escenario, porque no se prevé su representación en un espacio convencional sino en un lugar donde se rompa la relación jerárquica entre un actor que muestra y un espectador que observa). Un teatro furioso, ceremonial y desaforado; voluntariamente dieciochesco, en tanto que el siglo XVIII es aquel que viene del Barroco y conduce al Romanticismo a través de una sobredosis de Razón, sin advertir que se están abriendo huecos y grietas por donde se cuelan fantasmas, aparecidos, imaginería gótica, deseos insatisfechos, pulsiones vitales, locuras fecundas y una abundante proliferación de erotomanías. Ese siglo de contrastes extraordinarios, tan antiguo, es el que le vale a Nieva para hacer una crítica del presente tan poderosa que no hay la menor posibilidad de estrenar y aun publicar. En esa Venecia de Casanova y Peggy Guggenheim, este Nieva de casi cuarenta años se decide a ser por fin escritor e imagina un mundo muy decadente, huysmaniano y wildeano, y al mismo tiempo muy español, muy de leyenda negra, inquisiciones y anticlericalismo, de ingenio, picardías y enfrentamiento con las autoridades, y, ante todo, de muchísimo humor: el de la Celestina, el Lazarillo, el Quijote o Quevedo, enraizado en lo local y popular y por ello mismo incompatible con la solemnidad.

En los años 60 regresa a España y rápidamente es reclamado como escenógrafo hasta catapultarse de inmediato a la cúspide de la escenografía española con trabajos como Marat-Sade, de Peter Weiss. Esto, curiosamente, le dificulta dar a conocer su trabajo como escritor, como si el sistema cultural solo permitiese que se hiciese una sola cosa, sobre todo si se hacía bien.

El deseo por la escritura, cada vez más acuciante, le lleva a alejarse de la escenografía para concentrarse en su propia obra. Comienza a estrenar en los años setenta y se convierte en una suerte de creador total que escribe, diseña y dirige: La carroza de plomo candente, Coronada y el toro, El baile de los ardientes, Los españoles bajo tierra… Es también el periodo en que comienza a escribir la novela El viaje a Pantaélica, que tardará dos décadas en quedar lista para su publicación (algo similar a lo que había ocurrido con sus primeras obras teatrales, bosquejadas décadas antes de ser estrenadas) y en la que se desarrollan situaciones y personajes de su teatro.

Lo mismo ocurre con su labor plástica de estos años. Los dibujos de Nieva suelen estar vinculados con su trabajo teatral, y es curioso que quien también fue escenógrafo genial, creador y diseñador de maquinaria escénica, abunde en híbridos entre hombres y máquinas. Sus dibujos se centran en lo humano, en las figuras, todas ellas distorsionadas: o es la sexualidad la que se impone brutalmente en una acumulación de ojos seductores y senos henchidos, o los cuerpos que alternan cadavéricas delgadeces con carnalidades adiposas, o, en fin, la sucesión de homúnculos movidos por vapor, con alguna complicada ingeniería en su interior y sin capacidad de realizar nada útil ni práctico. Lo grotesco es aquí ingenioso y divertido, mas también trágico, pues pareciera que muchos de estos seres estuviesen condenados por sus pecados a un limbo donde el sufrimiento se hubiese hecho costumbre.

En los años noventa se sucederán novelas y relatos (Granada de las mil noches, La llama vestida de negro, Oceánida, Carne de murciélago…), sin que eso suponga que abandone la escena. En sus memorias, Las cosas como fueron, hace explícito su deseo de seducir y gustar al espectador, como es propio de quien ha conocido, disfrutado y estudiado los géneros populares: «De toda mi labor literaria, el teatro ha sido mi vínculo fundamental, y en su composición y en sus técnicas he seguido la más consecuente exigencia del público. “Si usted pretende que crea en sus obsesiones y fábulas personales, antes debe usted seducirme con todos los medios a su alcance”. No solo la palabra –que es el eje fundamental del teatro-, sino la imagen, el sonido, la luz, la música… Todo ha sido objeto de cálculo, con el mismo designio embaucador que, luego, me permitiera decir lo más personal e íntimo de esas obsesiones, enfatizarlas, mitificarlas y convertirlas finalmente en un artefacto lo más depurado y sólido, a ser posible, como fondo y forma». Pero seducir no implica abaratarse, al contrario: «Mi intento parecía ser el de un “teatro poético” que tenía parientes de la más alta talla en Yeats, en Claudel, en Ghelderode, en Cocteau, en T.S. Eliot, en Singer, en Christopher Fry y en tantos otros, todos ellos poetas francotiradores, ninguno proveedor asalariado de la industria del espectáculo. Y había antecedentes de la medida de Valle-Inclán y Lorca. ¿Que esto era de una desmedida ambición? De acuerdo (…) Competir con poetas de un estro superior solo es una forma de amarlos y admirarlos, en la confianza de que ese amor y esa admiración nos ilumine igualmente a nosotros».

Nieva se hace la pregunta de qué es «lo poético» en teatro y se responde: «Creo que muy bien puede ser la facultad de enfatizar simbólicamente toda realidad, cualquiera que ella sea, de elevar todo lo que concierne a nuestra percepción al poderoso cuanto complejo y ambiguo plano de los símbolos, la creación de estos símbolos, que son concentrados emocionales e intuitivos del pensamiento y la sensibilidad». Y esa elevación al mundo de los símbolos se corresponde con lo que ya hacía el más antiguo teatro popular en Occidente: «Con los años y de manera quizá inconsciente, se fue formando en mí ese sistema que enlazaba espontáneamente con la arcaica fórmula aristofanesca: poesía satírica, religiosa, ditirámbica, poesía teatral en todos sus términos. Tal cosa no suponía ningún tipo de limitación ni de carencia, porque en un poema cómico-dramático, tan abierto de forma cuanto yo lo quisiera, cabía todo y de todo».
Dentro de esa falta de límites estaba, por supuesto, el rechazo de la mímesis realista: «Para mí, antes de saber nada en profundidad ni de Aristófanes ni de Brecht, lo más genuinamente teatral no era la verosimilitud ilusionista, sino todo lo contrario, que los espectadores no perdieran en ningún momento el sentido de estar asistiendo a la materialización de un poema escénico –de un sueño- y no a la imitación de una realidad objetiva». Se entregó así a una libertad análoga a la de la poesía, ajena a las sujeciones de la práctica teatral de sus coetáneos: «Y así fueron escritas aquellas piezas, con la muy subjetiva libertad de un poema. Un poema como resumen de la experiencia sensorial de muchos años. Algo en el fondo muy juvenil, pero que jamás hubiera podido llevar a cabo en la juventud».

@Pedro_Villora

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