Conversar con Emilio Tuñón (Madrid, 1959) con motivo del Premio Nacional de Arquitectura que le ha sido concedido es la ocasión para repasar los comienzos de su trayectoria junto a Luis Moreno Mansilla en el estudio de Rafael Moneo, antes de crear su propio estudio, uno de los más relevantes de la arquitectura española contemporánea. También la amistad con este y sus afinidades con otros arquitectos. Todo ello entremezclado con reflexiones sobre la labor práctica e intelectual del arquitecto, que enfatizan la importancia por igual del rigor y el disfrute en el ejercicio de la arquitectura.
¿Qué supone para usted recibir el Premio Nacional de Arquitectura, un reconocimiento que siente compartido con Luis Moreno Mansilla, prematuramente fallecido en 2012?
Los premios son, de alguna manera, como los concursos: es preciso echar papeletas, pero finalmente es el azar el que decide, y supongo que algo de lotería hay en mi caso.
Es verdad que recibo este premio sintiéndolo totalmente ligado a la figura de Luis. No puede hablarse del trabajo de Mansilla+Tuñón sin Mansilla, del mismo modo que tampoco puede hablarse del de Emilio Tuñón sin Mansilla.
Un motivo por el que me ilusiona recibirlo es porque entre los anteriores galardonados figuran algunos que fueron mis maestros. Rafael Moneo, junto a quien trabajé diez años; Juan Navarro Baldeweg, uno de mis profesores en la escuela de arquitectura; y Alberto Campo Baeza, otro de los profesores de la escuela a quien más he seguido.
También me alegra estar ahí junto a Carme Pinós, cuya presencia entre esos premiados significa mucho para mí. No sólo por la evidencia de que hay muy grandes arquitectas (y de que cada vez habrá más), sino también por los ciertos paralelismos que reconozco entre su vida y la mía. Nuestras historias son algo diferentes, pero coinciden en el hecho de que ambos fuimos parte de un dúo muy fuerte, una de cuyas partes falleció prematuramente.
El tándem Pinós-Miralles y el que usted formó junto a Luis Mansilla son representantes destacados de una generación que situó a España dentro del mapa internacional de la arquitectura entre mediados y finales de la década de 1980 y que encarnaban enérgicamente la transformación social y cultural que el país experimentó tras la Transición. ¿Qué factores cree que dieron forma y cohesionaron esta generación?
Señalaría tres.
Uno fue la llegada de la democracia y la incorporación a la Unión Europea, que cambiaron de una manera muy profunda el tono de todo aquello que era España y plantearon claramente un cambio de escena.
Otro factor fueron los fondos que esa entrada en la UE introdujo y que permitieron la creación o renovación de infraestructuras públicas de todo tipo. Esto propició la convocatoria de muchos concursos que, también por iniciativa de la UE, eran abiertos. Esa dinámica de concursos fue la que a Luis y a mí, que comenzamos a trabajar juntos en un momento de crisis económica muy similar al actual, nos permitió arrancar.
El tercer factor clave fueron las escuelas donde nos formamos. En la de Madrid aún enseñaban arquitectos como Francisco Javier Sáenz de Oíza, Javier Carvajal y Antonio Vázquez de Castro. Digamos que fuimos una especie de generación de nietos de estos profesores, que retomamos muchas de las cuestiones algo más radicales que ellos plantearon en su juventud y las trasladamos a los nuevos equipamientos que se construyeron en España.
Enric Miralles solía decirme que él se sentía discípulo de Rafael Moneo y tomábamos eso como algo que nos hermanaba, pese a habernos formados en diferentes escuelas.
Sí, porque Rafael Moneo fue también profesor en la escuela de Barcelona.
Existía esa sensación de proximidad. Yo fui alumno suyo en mis últimos años de estudiante. Asistía a sus clases por el placer de disfrutarlas, pero la realidad es que, cuando yo estudiaba, él estaba enseñando en Barcelona.
Rafael actuó verdaderamente como una especie de nexo entre los miembros de esa generación. Conectaba muy bien Barcelona y Madrid en aquel momento.
Y es también una figura clave en la historia de Mansilla+Tuñón, ya que durante diez años Luis y usted trabajaron en su despacho. Allí aprendieron una manera de trabajar que les ayudó a integrar sus distintas formas de ser.
Trabajar en su estudio nos proporcionaba una estructura mental. Para nosotros fue un verdadero lujo pasar diez años en su despacho y aprender con él una forma de pensar y de acometer los proyectos. Luis y yo éramos signos opuestos en el zodiaco y su personalidad era más lírica, le gustaba la poesía, escribía de una manera muy personal; mientras que la mía era mucho más de acción, más pragmática. En esas dos grandes actitudes que distinguía Ortega y Gasset, la del coleccionista y el cazador, Luis era el coleccionista y yo el cazador.
Podría decirse que son miembros algo tardíos dentro de esa generación, puesto que seguían junto a Moneo cuando otros de ellos ya llevaban un tiempo desarrollando su práctica.
Creo que podría describírsenos con la imagen de un galgo sujeto, ansioso por arrancar a correr, y que vuela como una flecha en cuanto se le desata. Nuestra generación ya había ganado sus concursos y construido edificios, iban adelantados respecto a nosotros. “Rafael, ha llegado la hora de que tomemos la responsabilidad sobre nuestro propio trabajo” fueron las palabras exactas con las que le hicimos saber que dejábamos su despacho.
¿Cuál es la lección esencial que aprendieron de él?
Trabajar con lo existente. Esa es la idea que posiblemente mejor nos define y que se refiere a construir (que es una actividad física) dentro de toda esa dimensión material existente, incluyendo asimismo toda esa parte inmaterial y conceptual que también forma parte de la realidad.
Rafael hablaba también sobre construir una arquitectura contemporánea que estableciera vínculos con el pasado, pero creo que lo que resume mejor aquello que nosotros aprendimos junto a él es esa idea: trabajar con lo existente, la vocación de una arquitectura realista.
La actividad de Mansilla + Tuñón se asentaba sobre tres patas: la construcción, la docencia y la reflexión crítica a través de la revista Circo. ¿Cómo operó cada una de ellas en la cimentación y empuje de su labor conjunta? ¿Esas distintas idiosincrasias hacían que una cabeza del tándem se implicara más especialmente en unas que en otras?
Éramos bastante intercambiables. Cuando nos preguntaban cómo se escribía un artículo entre dos, respondíamos que era sencillo: uno comenzaba el texto; otro lo continuaba; después, el primero corregía; luego, el segundo continuaba y corregía… Todas las correcciones se efectuaban sobre lo que iba quedando escrito, fuera obra de uno o del otro, y eran correcciones que hacíamos sin ninguna inhibición. Lo que hubiera escrito Luis a mí me parecía bien y otro tanto sucedía a la inversa, y nos movíamos de esa misma manera en las tres áreas.
Respecto a la enseñanza, yo comencé a dar clases mientras estábamos trabajando con Rafael. Cuando tenía 27 años me llamaron para ser profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Creí que iba a ser algo meramente temporal, una forma de tantear otra vertiente de la profesión de arquitecto, como había hecho durante breves periodos de trabajo en el Ministerio de Obras Públicas y el de Cultura, pero todavía sigo ahí. Luis se incorporó a la docencia diez años después.
Cuando dejamos el estudio de Rafael nuestro propósito fundamental era construir, pero, al cabo de dos o tres años, cuando Luis ya había entrado en la escuela y comprendimos qué eran las clases, nos dimos cuenta de que era importante que aquellas tres facetas estuvieran entrelazadas. Nos gustaba desdibujar los límites entre ellas: traíamos a los alumnos al estudio y hablábamos con ellos; producíamos con ellos algunos de los números de Circo; les llevábamos a visitar nuestras obras; otras veces mostrábamos esas obras en clase…
Era algo que tenía que ver con la voluntad y el empuje de la juventud. Conforme te vas haciendo mayor eso va desapareciendo, pero fue verdaderamente bonito ese momento en que esas tres actividades ocurrían a la vez. Hoy en día, la energía dedicada a la docencia es muy grande; la actividad crítica, cuyo espacio era Circo, ha desaparecido, aunque seguimos editando otros escritos; y el trabajo profesional se lleva a cabo cooperativamente y tiene también algo menos de intensidad. Nos vamos haciendo mayores, lo cual no está mal para ciertas cosas.
¿Esa forma de trabajar en la escritura se daba también a la hora de diseñar?
Totalmente. Uno de nosotros comenzaba un proyecto o estaba más dedicado a un concurso determinado y después el otro se implicaba más directamente.
Algo que nos gustaba muchísimo era viajar juntos, fuera para visitar una obra o dar una conferencia. Viajábamos siempre juntos y el papel de uno era más activo y el del otro más pasivo. Uno de nosotros era el que impartía una conferencia y luego el otro le hacía observaciones: si había expresado algo de una forma algo confusa, si había mostrado demasiadas diapositivas…Y lo mismo sucedía en las obras: uno tomaba las riendas durante la estructura con más ímpetu y después el otro se hacía cargo de los aspectos más epiteliales, como los acabados del edificio.
A menudo, el ejercicio de la arquitectura se presenta como una especie de severísima disciplina; sin embargo, en la manera de explicar su trabajo en equipo junto a Luis y el suyo en solitario siempre ha existido una actitud gozosa, que disfrutaba entendiendo la arquitectura como una forma de jugar. Un juego serio. Este es un rasgo que también distinguía especialmente la arquitectura de Miralles y Pinós.
Habíamos leído particularmente a Georges Perec y teníamos muy presente esa actitud del juego que él plantea. Escribir un texto serio, pero que estuviera imbuido de esa condición.
Me parece que el rasgo que sobre todo nos caracterizaba era el sentimiento de optimismo. Un problema representaba una oportunidad y afrontábamos con humor el tratar de sacar provecho a cualquier contratiempo, y Luis tenía además aquel talante tan amable que invadía todo el ambiente de la oficina.
Y es cierto que esta voluntad de afrontar lo lúdico con una profunda seriedad disciplinar es algo que nos une también a Enric Miralles. Aunque ya nos conocíamos bastante, fue cuando nos llamó para ir a enseñar a la escuela de arquitectura de Frankfurt, donde era director, cuando verdaderamente nos dimos cuenta de que teníamos tanto en común con él. Recuerdo en particular una cena que compartimos con Peter Smithson, y que disfrutamos muchísimo, conscientes de esos vínculos que existían entre nosotros, Enric Miralles y Peter y Alison Smithson. Querencias que enlazaban nuestros trabajos a pesar de que sus formalizaciones y materializaciones fueran diferentes, aunque creo que unidas en el hecho de que en las tres había siempre presente una condición de lo material con cierta gravedad. En los Smithsons había un sentido del humor; su arquitectura era de pesadas estructuras de hormigón o acero, pero terminaba teniendo siempre un cierto sentido de ligereza intelectual, un cierto lirismo. Todo eso nos interesaba y también en cómo se manifestaba en la obra de Miralles y Pinós.
Acaba de concluir la construcción del Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear en Cáceres y en breve se abrirá al público en Madrid el Museo de las Colecciones Reales. La inauguración de este representa el definitivo final de una época, ya que fue el último proyecto que diseñó junto a Luis Mansilla.
Sí, uno siempre sabe que va a llegar ese momento, pero no puede evitar sentirse perplejo cuando llega.
El primer croquis que dibujamos para el concurso del Museo de las Colecciones Reales está fechado en diciembre de 1999. Estábamos entonces trabajando a la vez en dos concursos: este y el del MUSAC. Proyectos muy diferentes, aunque los dos hablaban de geometría, de sistemas de construcción que implicaban la creación de espacios expectantes o imbuidos de una cierta neutralidad para acoger obras de arte; y uno de ellos situado al lado del Palacio Real y en Madrid, donde, como decía algún teórico, los arquitectos madrileños siempre adoptan una posición más solemne a la hora de construir ahí, mientras que si construyen fuera se permiten ‘despeinarse’ un poco, una afirmación que aquí se confirma claramente en estos dos proyectos realizados prácticamente a la vez.
Las obras del Museo de las Colecciones Reales se iniciaron hace dieciséis y creo que hay mucha expectación por ver la colección expuesta. Está previsto que la inauguración sea en junio. Acabamos de terminar toda la estructura para el montaje y durante este mes de enero se comenzarán a colgar las obras.
Un concepto que creo que es necesario revisar en la arquitectura es el de “icono”, imbuido de connotaciones absolutamente peyorativas a causa de los desmanes de la arquitectura-espectáculo. El gesto antagónico a esos excesos ha sido pasar a ensalzar una arquitectura definida por su vocación social; no obstante, pareciera que ese adjetivo ha quedado restringido a un cierto tipo de edificios, como la vivienda pública. Pasada esa obsesión por el edificio-ícono, convendría pensar como necesaria una iconicidad bien entendida, la cual puede ser el elemento que revista de una más plural dimensión social al muy diverso repertorio de edificios públicos, destinados a servir a la colectividad.
Algo que me parece bonito de la vida es que uno no decide totalmente qué va a hacer; es muchas veces la vida la que te elige a ti para algo.
Durante los años en el despacho de Rafael trabajamos en museos y grandes estructuras destinadas a servir como edificios culturales; y eso es lo que fue tocándonos construir cuando salimos de él, quizá porque era para aquello que estábamos entrenados. A menudo he dicho que me gustaría muchísimo poder construir un buen edificio de viviendas junto a un cliente que me permitiera experimentar un poco. Me interesa muchísimo; sin embargo, mi vida me ha llevado a construir este otro tipo de edificios.
La arquitectura de vivienda se abandonó en cierto momento en favor de otro tipo de edificios que parecían mucho más estimulantes de diseñar. Esto supuso un descenso en la calidad de la vivienda; una situación que hoy, afortunadamente, está cambiando gracias a que numerosos arquitectos la han tomado como tema prioritario, aunque llegando, sin embargo, a este punto en el que pareciese que, si no se construye vivienda social, no se está haciendo arquitectura.
Como Aldo Rossi planteaba, la ciudad está formada por los elementos residenciales y los monumentales (llamémoslos ahora “infraestructurales”), y ambos son necesarios. Es absolutamente fundamental que pensemos en la vivienda, que es la construcción esencial para las personas, pero debemos pensar también en el enriquecimiento que estas necesitan. Renegar de equipamientos que todos necesitamos porque tienen una cierta condición infraestructural y se significan como arquitectura desde cierta singularidad es, a mi entender, una equivocación. Cuando se construyen edificios como museos, lo clave no es tanto que sean icónicos en ese sentido peyorativo que hoy tiene el término, sino que tengan carácter (palabra muy próxima y que tiene un sentido mucho más confortable que “ícono”), y que ese carácter aporte detalles que agraden y satisfagan a quienes los usen.
(Entrevista publicada originalmente en el suplemento cultural de ABC el 7 de enero de 2023.)
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