La primera impresión que se tiene al entrar en el Arsenale es que uno se ha confundido de año y no está contemplando la Bienal de Arquitectura de Venecia, sino asistiendo a la Bienal de Arte (y una edición más bien ramplona de esta) o quizá una especie de rave. Pero basta con mirar alrededor para percatarse de que uno está rodeado de arquitectos que llevan el inconfundible uniforme y porte de arquitecto en una bienal.
Hace ya más de una década que la Bienal de Arquitectura de Venecia ha decidido, paradójicamente, alejarse de la arquitectura para convertirse en una serie de performances, en un despliegue de banalidades nada inocentes que cada dos años celebra la tendencia ideológica mejor legitimada en ese momento. Una glorificada e intelectualizada puesta en escena de la vacuidad de la cultura oficial alérgica a abrir reflexiones y discusiones con cualquier viso de autocrítica y realismo.
El título de esta edición es The Laboratory of the Future, un concepto rimbombante, pero hueco y ajado, por eso no sorprende que la propuesta de Lesley Lokko se evidencie volátil e inconsistente. Su planteamiento navega por todos los clichés ideológicos del momento, a los que hay que atribuir la elección de su figura como directora de esta edición. Lokko, arquitecta de formación y que ha dedicado una gran parte de su trayectoria profesional a escribir best-sellers de temática romántica, no logra articular con claridad ideas que hablen más allá de lo previsible. Por ejemplo, propone la idea de «laboratorio de futuro» cuando en realidad la concepción arquitectónica que se podría vislumbrar de fondo material y formalmente arcaizante. Habla de situar por primera vez en el foco a África y su diáspora, «esa cultura fluida y enmarañada de personas de descendencia africana que hoy está extendida por el globo», para combatir la narrativa hasta ahora predominante; sin embargo, Lokko, nacida en Escocia, incurre en el mismo reduccionismo contra el que dice reaccionar, por entender a África como un todo y contemplando el problema desde una posición elitista, construyendo solamente una imagen fija y un monólogo cuyo receptor – como ya viene sucediendo en todas las recientes ediciones ‘concienciadas’ de la Bienal de Arquitectura de Venecia- es el primer mundo.
Puede pensarse que esa diáspora a la que alude Lokko no es el inmigrante que salió de África por desesperación, sino que se refiere a una élite – a la que ella misma pertenece- y que, parafraseando a Jorge Luís Borges cuando hablaba de cierto tipo de escritor hispanoamericano, actualmente ejercen «profesionalmente» de africanos. Sería seguramente necesario contar con más puntos de vista procedentes de este mismo continente para tener mayor pluralidad de enfoques sobre esa realidad que estos privilegiados narradores nos están contando.
La impresión es que la máxima preocupación de Lokko es recalcar cuotas y porcentajes. Resalta, por ejemplo, que el 50% de los participantes de esta edición viven en África o son de origen africano; que hay un equilibrio de género al 50% y que el promedio de edad de los participantes es de 43 años (y 37 en la sección Curator’s Special Projects). Un uso de cifras que sólo acaba siendo estérilmente descriptivo.
España pierde por enésima vez la oportunidad de hacer una presentación que refleje el valor de su arquitectura, arquitectos y teóricos. De nuevo elige no mirar directamente a la arquitectura (en otras palabras, elige no comprometerse), sino embarullarse con conceptualizaciones. Esta vez atiende a la producción de comida bajo el título FOODSCAPES. Al comer, digerimos territorios, y con ella sus comisarios, Eduardo Castillo-Vinuesa y Manuel Ocaña, quieren hablar de las cadenas de producción y sus infraestructuras. El tema y su explicación pecan de efectismo, en consonancia con la producción para-intelectual muy en boga en las universidades estadounidenses, donde se invierte gran cantidad de tiempo y esfuerzo en llevar temas tangenciales al centro de la discusión. Algo que todavía resulta más absurdo en un país como España, que se jacta con toda razón de la calidad de sus profesionales y sus obras, y que tiene también sin duda la capacidad de plantear discusiones intelectuales de solidez que no deban disfrazarse de sofisticada vanguardia.
Lo único rescatable que alberga el pabellón son las fotografías de Pedro Pegenaute ilustrando las propuestas presentadas dentro de la sección Total Recipes. Un archivo en formato de recetario, imágenes que sí sugieren y proporcionan lecturas que abren puntos de interés dentro del tema. Sin embargo, la otra parte de FOODSCAPES, el «festín audiovisual compuesto por cinco cortometrajes, cada uno adentrándose en una capa distinta del proceso agrologístico» y realizados por equipos de arquitectos y cineastas, resulta forzado y, a fuerza de querer resultar osado, acaba siendo absurdamente pretencioso, como plantean los títulos de los episodios «Ca.Ca Carnaval Caníbal» y «Chop Chop Chop», el uno descrito en un fragmento de su sinopsis como «una inteligencia heterogénea que desborda cualquier creencia de excepcionalismo humano» y el otro como «ceebu jen, arroz chaufa, paella. Tres platos de arroz nos invitan a pensar las historias de colonizaciones, de migraciones y sincretismos».
FOODSCAPES tiene también el defecto de no ser original, ya que en él se advierte el regusto (tal vez demasiado literal) de la fallida propuesta que hizo tres años Rem Koolhaas con Countryside. The Future, exposición con la que comparte el dudoso mérito de la impostura intelectual.
No por importante, sino por haberse atrevido a explotar -instrumentalizándola políticamente- una delicada y compleja situación de marginalidad social, hay que señalar la propuesta del Institut Ramón Llull que se presenta dentro de la sección Eventos Colaterales de la Bienal. El Pabellón de Cataluña, comisariado por LEVE en colaboración con Top Manta, bajo el título Seguint el peix, habla de los límites a los que es capaz de llegar el buenismo más obsceno, presumiendo de acudir con una propuesta que «representa el reverso al discurso xenófobo de la extrema derecha presente en muchos países», mediante una instalación con mantas «que se recogen y se elevan reflejando el acto que los manteros realizan cuando tienen que recogerlas de las calles para huir de la persecución policial», dándose la paradoja que desde un evento organizado por una institución gubernamental se celebre una situación alegal y que refleja la existencia de problemáticas muy complejas a diferentes niveles. La fascinación con que esto se muestra es solamente un reflejo de la frivolidad y esnobismo de ciertos sectores empeñados en hacer del pobrismo y la precariedad algo cool, un argumento del que valerse para proclamar arrogantemente superioridad moral.
Todo esto está alentando una perversa nada a partir de la que, no obstante, se está construyendo un escenario estéril, autoritario y embrutecido que se autocomplace recitando frases huecas: «The Laboratory of the Future no confirma direcciones ni ofrece soluciones ni da lecciones. En vez de eso, se plantea como una especie de ruptura, un agente de cambio donde el intercambio entre participante, exposición y visitante no es pasivo o predeterminado. Este intercambio busca ser recíproco, una forma de intercambio glorioso e impredecible, cada uno transformado por el encuentro, resuelto a avanzar hacia otro futuro.» En esta inanidad y autocomplacencia, esta edición de la Bienal de Arquitectura de Venecia no deja de ser nuevamente el reflejo de una cultura en manos de oportunistas que perseveran en anular el pensamiento y la reflexión crítica, ‘activistas’ que, tras la coartada del globalismo y la inclusión, han generado un panorama mental que, cada vez se confirma más claramente, costará muchísimo desmantelar.
(Versión ampliada del artículo publicado en ABC Cultural el 28 de mayo de 2023.)
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