Por cambiar de tema:
Mañana se celebra el centenario del nacimiento de Bette Davis, fecha que no me parece tan remota, en cambio, como la de su muerte, hace ‘sólo’ diecinueve años, y que ocurrió pocos días después de pasarse por el Festival de San Sebastián a recoger ‘su premio’. Y me parece remoto, porque lo recuerdo así, remoto, y porque estuve allí, y porque (lo he contado mil veces) me tocó. Bueno, en realidad, más que tocarme, me rozó. Llegó al Hotel María Cristina y allí la esperaba todo el mundo apretujado…, empezó a subir las escaleras del Hotel y yo estaba pegado a la barandilla en el último escalón…, subía despacio, fumando y siendo Bette Davis… Cuando llegó hasta ese último escalón antes de entrar necesitó un pequeño apoyo y encontró mi brazo, y lo usó. Aún se puede ver en una foto que está en el libro del cincuentenario, un tomo gigantesco lleno de imágenes, ésa, o casi ésa: se la ve a ella subiendo las escaleras y a un tipo borroso (borroso, en todos los sentidos) al fondo: c’est moi, bueno o algo parecido a moi…
No voy a hacer aquí un artículo in memoriam de Bette Davis, ni a cantar sus infinitas glorias ni a recitar sus infinitos infiernos. Sólo hago esta pequeña incursión en mi memoria, que no es la suya ni infinita, y recito la única imagen eterna -y que me incluye- de una mujer alicatada de miles de imágenes eternas. En fin, amigos, lo digo con cierta arrogancia: SIEMPRE ESTARÉ AHÍ… (la cagada de mosca del fondo, pero ahí)…