Soporte Vocento el 21 nov, 2013 Cuando el tifón Haiyan (Yolanda) llegó a Filipinas en la mañana del viernes 8 de noviembre, el primer lugar donde tocó tierra fue Guiuan, al este de la isla de Sámar en el centro del archipiélago. Con rachas de viento de hasta 310 kilómetros por hora, avanzó luego hacia el suroeste en dirección a Tacloban, la “zona cero” de la catástrofe donde sus autoridades calcularon en un principio que había unos 10.000 muertos. Con más de 3.600 cadáveres contabilizados hasta el momento, este desastre natural ya va camino de convertirse en el peor en la historia reciente de Filipinas. Cientos de cadáveres se han acumulado durante días en las calles de Tacloban. Para llegar desde Tacloban hasta Guiuan hay que recorrer 165 kilómetros a través de una carretera que revela, con toda su crudeza, la senda de devastación que dejó a su paso este supertifón de máxima categoría, que además levantó un tsunami de seis metros. Una semana después, emprendo el camino inverso para llegar hasta el epicentro del tifón, hasta el corazón de Yolanda, como llaman aquí al Haiyan. La crecida del mar por el tifón varó grandes barcos sobre las casas de los pescadores en Tacloban. Me acompaña Gilbert Macapugas, un chófer de 32 años de Santa Fe, cerca de Tacloban, que va hasta Mercedes, a las afueras de Guiuan, para localizar a su abuelo Gumersindo, del que no tiene noticias desde el tifón porque las comunicaciones telefónicas siguen cortadas. “Estoy muy preocupado porque tiene 72 años y un familiar me dijo que estaba desaparecido”, se lamenta mientras atravesamos pueblos devastados cuyas cabañas de bambú y latón que salieron volando por la fuerza del viento. La carretera entre Tacloban y Guiuan revela con toda su crudeza la devastación que dejó a su paso el supertifón de Filipinas. En Osmeña, a 52 kilómetros de Tacloban, Ilsa Trajano hierve arroz para sus seis nietos en una olla sobre el fuego que ha encendido entre las ruinas de su casa, de la que apenas quedan en pie unos tablones. “Tres días después del tifón, nos hicieron una entrega de medicinas y tres kilos de arroz, una lata de sardinas y un bote de ˝noodles˝ instantáneos por persona, pero necesitamos más porque tenemos niños pequeños que pueden enfermar”, explica mientras atiza la humeante candela esta abuela de 60 años, que al menos no tiene que preocuparse de la escasez de agua porque en su “barangay” (barrio) se surten de un manantial que viene de la montaña. En cambio, lo que sí tuvieron que hacer las 25 familias que viven en Osmeña fue enterrar ellos mismos a los seis muertos que dejó el tifón, a los que nadie ha venido a identificar todavía. Ilsa Trajano cocina para sus nietos sobre un fuego improvisado en lo que queda de su casa en Osmeña. Más que contar a los fallecidos, la prioridad consiste en proporcionar ayuda humanitaria a los vivos, que intentan rehacer su existencia. Entre montones de escombros, muebles descuajaringados y electrodomésticos rotos, Lina Gabornes lava la ropa de sus vecinos por 200 pesos (3 euros) al día en Calbang. Aunque no es potable, bebe del mismo agua con que limpia las prendas, que mana de un pozo, porque, según admite, “no tenemos otra opción desde que el tifón dañó las tuberías”. Lina Gabornes tiende la ropa entre las ruinas de Calbang. Dejando atrás grupos de niños harapientos con carteles donde reza, en inglés, “Por favor, necesitamos ayuda”, por la carretera se cruzan los característicos “Jeepneys” filipinos, los antiguos jeeps largos que el Ejército americano utilizó en la Segunda Guerra Mundial y han sido reconvertidos en autobuses decorados con vivos colores y hasta imágenes religiosas, que para algo estamos en el país con más católicos de Asia. Carteles pidiendo ayuda salpican las carreteras de la isla de Leyte, azotada por el tifón. Sin parar de rezar, Romeo Albutra tomó en brazos a sus dos hijas y obligó a sus dos niños a que se agarraran a sus piernas para salvarlos del tifón, cuando se refugió bajo un puente donde estuvieron a punto de ahogarse al subir la corriente. Ocurrió en Santo Niño, donde su humilde choza de madera se vino abajo sobre su padre, su madre, su esposa y su hermano mayor, que milagrosamente salvaron la vida al esconderse bajo una mesa. Romeo Albutra, junto su familia, entre los escombros de su antiguo hogar. “En cuatro días, no se paró ninguno de los vehículos del Gobierno que pasó por aquí”, critica este conductor de furgonetas turísticas de 39 años, que tuvo que pedir auxilio por señas a los helicópteros del Ejército estadounidense que sobrevolaban su pueblo. “Cuando nos lanzaron paquetes de ayuda humanitaria, no me quedó más remedio que forcejear con los vecinos para hacerme con uno”, recuerda antes de lamentar que con su sueldo, de 250 pesos (4 euros) al día, tardará dos o tres años en reconstruir su casa. Negando con la cabeza, muestra su pesar sin perder la simpática sonrisa de los filipinos, presente durante todo el trayecto tanto en los niños descalzos que juegan empujando una rueda con un palo como en los adultos que saludan al pasar pidiendo que se les haga una foto. ¡Increíble! Palmerales arrasados por la fuerza del tifón a la entrada de Guiuan. Antes de llegar a Guiuan, en Mercedes se abre un paraje desolador de palmerales arrasados por el tifón, que arrancó sus ramas y peló los montes como si hubiera caído una bomba de napalm. Allí, el conductor Gilbert Macapugas descubre por fin que su abuelo está vivo y, con la habitual contención oriental, sonríe aliviado al verlo, pero no hay abrazos emocionados ni llantos en el reencuentro porque las lágrimas aquí se reservan para los muertos, que aún están por venir. En Guiuan sobrecoge la belleza apocalíptica de su destrucción. Al final de nuestro destino, la destrucción encoge el alma en Guiuan, donde se cree que Magallanes descubrió las Filipinas. Incluyendo la iglesia de la Inmaculada Concepción, que data de la época colonial española, todos sus edificios se han derrumbado o están seriamente dañados por el tsunami que desató el tifón. Entre sus esqueletos, futuristas aviones V22 de despegue vertical aterrizan, con sus rotores vueltos hacia arriba, como si fueran helicópteros en el campo de césped de su escuela central, donde descargan cajas de ayuda estadounidense. Pero la multitud, que ha acudido curiosa, no se lanza desesperada sobre ellas, sino que espera a que venga la Policía a recogerlas para distribuirlas por la ciudad. Una reacción que contrasta con los violentos estallidos de pillaje que se sucedieron tras el tifón. Sin incidentes ni pillaje, aviones V 22 de despegue vertical dejan la ayuda humanitaria de EE.UU. en Guiuan. “En cada ˝barangay˝ nos hemos organizado para repartir la asistencia y limpiar las calles de escombros”, detalla Marcos Machica, quien de todas maneras acude por si le cae algo, como ya le ocurrió durante los asaltos a los centros comerciales de la ciudad. En el puerto, el agua se llevó por delante las chabolas de los pescadores, que ya han empezado a reconstruirlas con los tablones, hierros y plásticos que no hundió la corriente. “He perdido mis dos botes pesqueros, pero no pienso mudarme porque me gusta vivir junto al mar”, razona Ramil Paraguya mientras tres niños chapotean entre risas en una fuente ajenos a la desolación que reina a su alrededor, en el corazón del tifón Yolanda. Con el agua, la vida y las risas vuelven a Guiuan tras el devastador paso del tifón Yolanda. Reportaje publicado el domingo 17 de noviembre en la edición impresa de ABC. Otros temasSociedad Tags ayudacatastrofedesastredestruccioneeuufilipinasguiuanhaiyanhumanitarialeytenaturalONGtaclobantifonyolanda Comentarios Soporte Vocento el 21 nov, 2013
Entrevista íntegra a la Nobel de la Paz María Ressa: “Las elecciones de Filipinas son un ejemplo de la desinformación en las redes sociales”