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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Volar en tiempos del coronavirus

Por primera vez en seis meses debido a la pandemia, tomamos un avión para viajar de Pekín a Shanghái. Un “puente aéreo” que nos enseña cómo será moverse en el mundo posCovid-19

Pablo M. Díez el
El espectacular aeropuerto de Daxing en Pekín, abierto en octubre del año pasado y obra de la difunta Zaha Hadid.

Por culpa del coronavirus, que ha parado el mundo recluyéndonos en nuestras casas y cerrando fronteras, llevaba seis meses sin volar. Después de tanto tiempo, en el que solo había viajado a Wuhan en tren, el lunes por la noche tomé mi primer avión para ir de Pekín a Shanghái. Un “puente aéreo” de un par de horas que nos enseña cómo será volar en tiempos del coronavirus.

Las azafatas del mostrador de facturación, protegidas con mascarillas y viseras.

Aprovechando la ocasión y que el billete solo costaba 500 yuanes (62 euros), decidí salir desde el aeropuerto de Daxing, inaugurado el pasado octubre a unos 50 kilómetros al sur de Pekín. En realidad, lo que me ahorré en el billete lo gasté en el taxi, pues me pilla bastante más lejos que las tres terminales del aeropuerto de Pekín y el destino era Pudong, que también está mucho más retirado del centro de Shanghái que el de Hongqiao.

El gigantesco aeropuerto de Daxing luce este diseño tan futurista.

Pero, al menos por una vez, mereció la pena por ver este nuevo y espectacular aeropuerto, diseñado por la difunta arquitecta anglo-iraquí Zaha Hadid. Con siete pistas (una de ellas militar) y forma de estrella de mar de seis puntas, a lo largo de las cuales de distribuyen las puertas de embarque, su bellísima terminal ocupa casi un centenar de campos de fútbol y se eleva sobre gigantescos pilares para hacerlo más diáfano. Con una estructura y líneas irregulares en el techo que recuerdan a las membranas, luce una estética tan orgánica y futurista que, por un momento, nos imaginamos que vamos a volar a la Luna o Marte en vez de a Shanghái.

A las fuertes medidas de seguridad propias de un aeropuerto se suman ahora los controles de temperatura por el coronavirus.

Poblado de las tiendas de lujo más caras, se calculaba que por aquí iban a pasar 70 millones de pasajeros y que, a partir de 2025, superarían los cien millones, desbancando al aeropuerto Hartsfield-Jackson de Atlanta como el más transitado del mundo. Pero hoy presenta un aspecto desolador por la pandemia del coronavirus, que ha cortado los vuelos internacionales y reducido los domésticos.

Con los vuelos internacionales cortados y los domésticos reducidos, son pocos los viajeros que transitan por el aeropuerto de Daxing.

Entre pasillos casi vacíos, así se aprecia en el desierto mostrador de facturación. A las fuertes medidas de seguridad propias de los aeropuertos se suman los controles por el coronavirus. En cada nuevo acceso, los sensores miden la temperatura corporal y, para obtener el billete, hay que tener en verde el código QR de una aplicación en el móvil que certifica que estamos sanos. Además, tenemos que registrar todos nuestros datos, incluyendo la dirección y el número de teléfono, escaneando otro código QR de una aplicación de nuestro destino, el aeropuerto de Shanghái-Pudong. Amablemente, así nos lo indican las azafatas de la facturación, por supuesto protegidas con mascarillas y viseras.

Además de mostrar el código de salud QR en verde en la facturación, control de equipajes y embarque, hay que registrar en otra aplicación del destino todos los datos personales, incluyendo la dirección.

A dichos “complementos” tan de moda en el mundo poscoronavirus se suman los “gorros de ducha” y los guantes que llevan los guardias de seguridad en el control de equipaje y pasaportes. Para comer en alguno de los restaurantes del aeropuerto, hay que guardar al menos un metro de distancia con otros clientes y se han reducido las mesas para evitar las aglomeraciones, que de todas maneras tampoco hay porque son pocos los viajeros que han empezado ya a volar.

Pocos vuelos, ninguno internacional, en las pantallas del que iba a ser el aeropuerto con más tránsito del mundo.

Entre amplias galerías donde relucen las pantallas luminosas de las tiendas de lujo, avanzamos por las alfombras mecánicas viendo los aviones a través de descomunales ventanales ante puertas de embarque prácticamente desiertas. Para amortiguar las pérdidas y llenarlos, las aerolíneas recurren a aviones pequeños como el nuestro. Antes de embarcar, hay que escanear un nuevo código de salud QR para demostrar una vez más que no padecemos la enfermedad COVID-19.

Panel de reconocimiento facial que le indica al pasajero su vuelo, puerta, hora de embarque y asiento.

Con su tecnología punta, el “Gran Hermano” chino te vigila tanto que hay hasta paneles de reconocimiento facial que, al identificar tu rostro, te indican no solo tus datos personales, sino también tu número de vuelo y puerta y hora de embarque. En este país es imposible perder un avión y, mucho más, perderse uno mismo.

En el avión, todos los pasajeros llevan mascarillas, pero no se deja un asiento libre entre ellos.

Ya dentro del avión, todos los pasajeros llevan su mascarilla y algunos van pertrechados con guantes de látex y gorros. Pero no se ven los fantasmagóricos monos blancos de protección ni las viseras que abundaban entre los viajeros en la reapertura del aeropuerto de Wuhan el 8 de abril. O en el tren de alta velocidad que me llevó once días después desde dicha ciudad a Pekín, que parecía de “ciencia-ficción”. Afortunadamente, parece que la distopía se va frenando. A pesar de todas estas medidas de seguridad, lo que no se guarda es un asiento libre entre pasajeros, seguramente por motivos económicos y también porque China va dos meses por delante del mundo en la pandemia y ya se ha recuperado bastante la “normalidad”. Sin las habituales bandejas de comida precocinada para evitar riesgos de contagio, lo único que sirven las azafatas es una botella de agua y un sándwich, que declinamos cortésmente.

Al aterrizar en Pudong, el aeropuerto está extrañamente vacío y silencioso. Salvo los pasajeros de nuestro vuelo, no hay nadie más.

Al aterrizar en el aeropuerto de Pudong, a las diez y media de la noche, el panorama es todavía más lúgubre porque está totalmente desierto y, lo más insólito en China, en silencio. Salvo los pasajeros de nuestros vuelo, no hay nadie en los pasillos y las cintas del equipaje están vacías y detenidas. Por no haber, no hay ni las largas colas de los taxis. Medio en broma medio en serio, el conductor me pregunta de dónde vengo al ver que soy extranjero. Ahora que la epidemia está controlada en el país, los chinos temen a los “laowai” por la catástrofe que ha sufrido todo el mundo, explotada convenientemente por los medios oficiales para reforzar al régimen. Pero hay algo que ni la propaganda ni la censura pueden borrar: la ruina económica que nos ha traído la maldita pandemia. Entre quejas por la falta de clientes, el taxista me cuenta que llevaba diez horas esperando en el aeropuerto, cuando lo normal son dos o tres. Aun así, sonríe con optimismo porque ve que la situación va mejorando poco a poco. En febrero, durante el pico del coronavirus en Wuhan y la paralización de toda China, llegó a esperar hasta 35 horas.

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