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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Volando de Pekín a Madrid con EPI

Tras más de un año sin salir de China por la pandemia del coronavirus, regreso por fin a España en otro viaje de película con aeropuertos desiertos y azafatas con trajes de protección

Pablo M. Díez el

Después de más de un año sin parar en China, por fin he podido volver a España. El coronavirus me impidió regresar en verano y en Navidad, ya que, si salía de China, corría el riesgo de no poder volver luego por las dificultades en la frontera incluso para quienes tenemos permiso de residencia. Finalmente, y tras cambiar una vez el billete, el pasado 3 de abril tomé el vuelo directo de Air China de Pekín a Madrid.

Además del código QR de salud en verde, antes de llegar al control de pasaportes del aeropuerto de Pekín hay que escanear otro con toda la información sobre el vuelo.

Aunque las frecuencias domésticas han recuperado la normalidad tras el control de la epidemia en China, las internacionales se siguen contando con los dedos de una mano por el cierre de fronteras para los extranjeros. Como esa mañana solo había dos vuelos internacionales, el CA907 a Madrid y el de Austrian Airlines a Viena, únicamente cinco pasajeros nos montamos en el tren que lleva hasta la zona internacional. Por primera vez en mi vida, fui solo en su primer vagón, que suele llenarse hasta los topes como si fuera uno de metro.

Antes de la pandemia, se formaban largas colas en el control de pasaportes. Ahora está vacío y todos sus mostradores, menos uno, están cerrados por la falta de vuelos internacionales.

A la llegada a la terminal internacional, que antes recibía cada día decenas de vuelos de todo el mundo, nos espera un empleado pertrechado con un traje especial de protección, el primero de los varios que veremos en este viaje. Antes de pasar por el control de pasaportes no solo hay que enseñar el código QR de salud en verde, que es obligatorio para entrar en el aeropuerto, sino escanear otro más para rellenar toda la información del viaje: nombre del pasajero, destino y vuelo, número de pasaporte, móvil y asiento, dirección en China y si está vacunado o se ha hecho la prueba del coronavirus. Una vez completado este trámite con el móvil, el control de pasaportes estaba desierto.

La zona internacional de la gigantesca T3 del aeropuerto de Pekín, desierta y con todas sus tiendas “Duty Free” cerradas.

Acostumbrado a las largas colas que se formaban aquí, tanto de chinos como de extranjeros, solo fuimos cinco personas las que, manteniendo la distancia de seguridad, aguardamos ante el único mostrador abierto. Debido a la falta de vuelos internacionales, la veintena restante de mostradores estaban cerrados. En el único que estaba abierto, el policía reprendía a una viajera china. “Le recomiendo que no tome ese vuelo. ¿Está de acuerdo o no?”, le preguntaba elevando la voz. “¡No, no estoy de acuerdo!”, respondía con firmeza la mujer, quien explicaba que tenía que viajar para encontrarse con su marido.

El aeropuerto de Pekín era uno de los más transitados del mundo hasta que el coronavirus reventó la globalización.

Tras dejarla pasar con un gruñido, el policía se mostró conmigo de lo más amable y sonriente a la hora de estampar el sello de salida en mi pasaporte. Una vez atravesado el control del equipaje de mano, nos aguardaba otro desierto en la terminal internacional. Todas las tiendas del “Duty Free” estaban cerradas, igual que sus restaurantes y cafeterías. Vacías, las filas de asientos y las pasarelas mecánicas se sucedían ante las puertas de embarque mientras nos dirigíamos a la nuestra. No hay nada más fantasmagórico que un aeropuerto desierto como esta T3 de Pekín, una de las mayores terminales del planeta y de las más transitadas hasta que el coronavirus reventó la globalización.

En el vuelo directo de Pekín a Madrid, solo íbamos dos españoles y casi la mitad de los asientos estaban vacíos.

Al final de la silenciosa caminata por los pasillos vacíos se divisaba un grupo ante nuestra puerta de embarque. Todos los viajeros, menos otro español y yo, eran chinos. Por supuesto, todos con mascarillas y con nuestras manos rociadas de gel hidroalcohólico al pasar el control del billete. El avión, un Airbus 330-200 con capacidad para 237 pasajeros, llevaba casi la mitad de los asientos vacíos. Alegando el rastreo en caso de que hubiera algún contagiado en el vuelo, las azafatas no querían que nos cambiáramos de sitio para tumbarnos en una fila vacía de cuatro asientos. Pero finalmente me dejaron y pude dormir a pierna suelta más de la mitad de las doce horas que dura el vuelo. Durante mi sueño repartieron la comida en el avión y los pasajeros se la zamparon gustosamente tras quitarse las mascarillas, como ocurre ya también en los vuelos domésticos por el control del coronavirus en este país.

Antes de aterrizar en España, las azafatas y algunos pasajeros chinos se ponen trajes especiales de protección por miedo al coronavirus.

Supe que nos acercábamos a España porque, poco antes de aterrizar, las azafatas se cambiaron sus uniformes por trajes especiales de protección, los fantasmagóricos EPI que tanto estamos viendo en esta maldita pandemia desde que estallara en Wuhan en enero del año pasado. Cuando se reabrió dicha ciudad el 8 de abril, también vi a muchos pasajeros de aviones y trenes llevando dichos trajes por miedo a contagiarse. Pero ahora, un año después, me sorprende que algunos de los viajeros chinos del avión también se enfunden en su EPI antes de desembarcar. ¡Bienvenidos a la España del sol y el coronavirus!

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