Al final, Obama se ha atrevido a reunirse con el Dalai Lama en la Casa Blanca, con lo que la consiguiente foto de rigor significa para el mundo y para las relaciones con China. En octubre del año pasado, el presidente de Estados Unidos prefirió evitar a la máxima figura política y religiosa del budismo tibetano para no enturbiar en noviembre su primera visita a China.
Haberse entrevistado con el “Océano de Sabiduría” antes que con el presidente Hu Jintao no sólo habría violado las normas no escritas de los formalismos diplomáticos, sino que habría sido una auténtica provocación. A Obama, que lleva su progresismo por bandera, le cayeron collejas por parte de los grupos defensores de la causa tibetana y los derechos humanos, pero poco más podía haber hecho en aras de la prudencia que se le recomienda a cualquier líder político.
El Dalai Lama ha vuelto a enfurecer a China al reunirse con Obama. REUTERS
Aun a costa de enrabietar al poderoso régimen de Pekín, Obama ha hecho lo mismo que otros líderes internacionales como Sarzkozy, Angela Merkel y hasta Gordon Brown: reunirse con el Dalai Lama. No como Zapatero, que prefirió darle “plantón” durante su visita a España para, seguramente con la esperanza de conseguir unos contratos millonarios que no llegan, que Pekín pueda seguir diciendo que el Gobierno de Madrid es el “mejor amigo de China en la Unión Europea”. Una vez salvado aquel escollo y resuelto el encuentro en Pekín con Hu Jintao, que incluyó una comparecencia conjunta y sin preguntas ante los medios donde volvió a abordar los derechos humanos y la censura en internet
, el inquilino de la Casa Blanca tenía que cumplir con los formalismos del otro bando: los que le exigen que EE.UU. abandere las cruzadas contra la represión y las dictaduras del mundo.
Pero el presidente de EE.UU. ha recibido al Dalai Lama guardando las formas: en el escenario más reservado del salón de los mapas de la Casa Blanca, sin darle una medalla en el Congreso como ocurrió durante la Administración Bush y pidiendo el respeto a la “singular identidad religiosa, cultural y lingüística del Tíbet y la protección de los derechos humanos de los tibetanos en la República Popular China”. Nada que, en teoría, no puedan suscribir las autoridades de Pekín, entre otras cosas porque hace ya tiempo que el “Océano de Sabiduría” se olvidó de la independencia del Tíbet y ya sólo reclama “la vía intermedia” para intentar arañar un poco de autonomía y más respeto cultural y religioso.
Entonces, ¿por qué causa en China tanta polémica la dichosa reunión? Pues por la sencilla razón de que el régimen aún denominado comunista de Pekín también tiene que guardar las formas, sobre todo con su pueblo. No es cuestión de pasarse toda la vida demonizando al Dalai Lama y acusándolo de ser un terrorista separatista para que ahora se vaya de rositas después de entrevistarse con el hombre más poderoso del mundo.
Haciendo un alto en sus vacaciones del Año Nuevo Lunar, el portavoz de Exteriores chino, Ma Zhaoxu, ya se ha apresurado a emitir un comunicado donde muestra su “enérgica protesta” por la reunión, que a su juicio viola “la aceptación de EE.UU. de que el Tíbet es una parte de China y no apoya su independencia”.
Craso error, porque ni Obama ni el Dalai Lama hablaron de independencia o, si lo hicieron, se guardaron muy mucho de publicitarlo. Pero China, que mata moscas a cañonazos en su empeño por condenar al Dalai al ostracismo internacional, sigue amenazando a cualquiera que se atreva a recibirlo porque así habrá muchos otros líderes mundiales, con menos valor que Obama, Sarkozy, Merkel y Brown, que optarán por evitarlo cuando pase por sus países. Y, como no está bien eso de señalar, lo dejamos así porque ya habrán adivinado como quien.
El problema no es que el Dalai Lama sea la máxima figura política y religiosa del budismo tibetano. El problema no es que esté exiliado en la India desde hace casi 51 años por la ocupación china del Tíbet, una región fronteriza que desde hacía siglos venía perteneciendo a las dinastías imperiales cada vez que éstas eran lo suficientemente fuertes como para controlarlo. El problema es que el “Océano de Sabiduría” es el líder de un movimiento filosófico y espiritual con millones de seguidores en todo el mundo y, además, fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1989, curiosamente el mismo año que el régimen de Pekín masacraba a cientos de estudiantes en la matanza de Tiananmen.
“Sólo” por ese motivo, es totalmente legítimo que cumpla con los formalismos de reunirse con los principales dirigentes del mundo y, de paso, aproveche para hacer un poco de ruido mediático a favor de la causa tibetana, que recordemos una vez más ya no reclama la independencia, sino más autonomía o, al menos, respeto religioso y cultural.
Todo ello, por supuesto, guardando algo tan importante en política como son las formas o, más bien, los formalismos. Los mismos que le llevan a China a poner el grito en el cielo con cada nueva reunión del Dalai para así ir disuadiendo a otros gobernantes menos bragados.
De camino, se producirán algunas crisis más o menos duraderas, sobre todo si se mezclan con alguna venta de armas a Taiwán, y se cruzarán declaraciones más o menos ácidas de cara a la galería, sobre todo para el otro sepa que se las juega con una superpotencia dispuesta, como mínimo, a hacer ruido. Pero nada tan grave que no puedan curar los miles de millones de dólares que la “fábrica global” exporta a EE.UU. o que China compra a la Reserva Federal en forma de bonos del Tesoro. Y eso, amigos, no son formalismos, sino negocios puros y duros.