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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Vivir en China

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Como cualquiera que viva aquí, me he quedado de una pieza al ver que, según una encuesta del banco HSBC, China es el mejor país para un expatriado. Admito que los chinos son por lo general muy simpáticos y que, en términos económicos, es un mercado con grandes posibilidades de negocio. Para un periodista, además, es un lugar apasionante, pero de ahí a que sea el paraíso en la Tierra para los extranjeros hay un trecho que se viene abajo, precisamente, con el día a día.

Las mascarillas por la contaminación, omnipresentes hasta en los partidos de tenis en Pekín.

Desde hace ya dos o tres años, la vida cotidiana de los expatriados en grandes ciudades como Pekín, Shanghái, Shenzhen o Cantón (Guangzhou) está determinada por los medidores de contaminación de la Embajada de Estados Unidos o del propio Gobierno chino. En mi caso, que trabajo en casa, intento no salir a la calle a menos que sea estrictamente necesario si el nivel de partículas inferiores a 2,5 micras de diámetro (PM 2.5) es peligroso o dañino para la salud. Por desgracia, eso suele ser lo habitual en Pekín salvo un puñado de días en los que sopla el viento, se limpia la atmósfera y vuelve a aparecer el sol en el cielo azul, generalmente cubierto por una espesa niebla de polución: el ya clásico “smog” que se ha erigido en principal motivo de conversación entre los extranjeros y también entre muchos chinos.

En casa, además, es conveniente tener unos purificadores de aire que cuestan entre 200 y 1.200 euros, así como humidificadores y filtros de agua para el fregadero y la ducha que valen unos 300 euros.

Más allá de las desigualdades sociales y la falta de libertades, la contaminación que ha traído el desarrollismo de las tres últimas décadas es el principal problema al que se enfrenta China, ya que ha disparado los casos de cáncer y está condenando a una o varias generaciones. La preocupación es tal que casi todos los extranjeros que conozco, y también muchos chinos, están deseando largarse a otro país para huir de la polución y criar a sus hijos en un lugar más limpio y sano.

A pesar de la encuesta del HSBC, a las empresas extranjeras les cuesta cada vez más reclutar a ejecutivos que quieran venirse a trabajar a China, sobre todo si tienen hijos. Y eso que sus sueldos son astronómicos y encima les pagan unos apartamentos cuyo alquiler puede llegar a los 7.000 euros y la educación de los niños en carísimos colegios internacionales, algunos de los cuales cobran más de 2.000 euros al mes. Unos precios que, por supuesto, no están al alcance de todos los expatriados que viven en China, y mucho menos, huelga decirlo, de los periodistas.

Junto a la contaminación, otro grave problema es la desconfianza por los abundantes escándalos alimentarios, que llega a extremos paranoicos. Cuando llegué a China en 2005, yo era capaz de comer – y hasta disfrutar – en cualquier puesto callejero, como esa parilla ambulante de un pueblo de Gansu donde servían pinchitos insertados en radios de bicicletas que ni siquiera se lavaban cuando un cliente terminaba, solo se limpiaban con una servilleta antes de dárselos a otro. También recuerdo una cantina para trabajadores de las fábricas de Cantón (Guangdong) donde estaba tomando un arroz delicioso hasta que vi una rata enorme que, de repente, me cortó el apetito. Y eso que aún no nos habíamos enterado de las mafias que venden rata por cordero para hacer pinchitos ni del aceite de alcantarilla que, literalmente, se saca de los desagües para reciclarlo y volverlo a usar en los restaurantes.

Si uno no pregunta de qué está hecha, la comida está buena en los puestos ambulantes de China.

Por culpa de estos escándalos cada vez más repugnantes, en China uno ya no sabe qué comer o beber en un restaurante ni comprar en un supermercado, salvo productos importados. Pero ni siquiera los alimentos extranjeros están libres de sospechosa por las falsificaciones de todo tipo que inundan China. Un amigo fotógrafo, casado con una tailandesa, aprovecha cada viaje a aquel país para traerse sacos y sacos de arroz porque no se fía del chino. Hasta hace poco, yo compraba agua Evian porque beber la del grifo está descartado y un par de amigos que trabajan en el sector me dijeron que ninguna marca de agua embotellada china pasaría un control de sanidad en España. Al cabo de varios meses, y por miedo a que las botellas de Evian que compraba fueran falsificadas, empecé a consumir agua importada de España por un contacto de confianza y que, además, es de una marca tan poco conocida en China que es poco probable que alguien vaya a imitarla.

A todo ello se suman los inconvenientes propios de ciudades masificadas como Pekín, donde tomar el metro en hora punta es una sobredosis de humanidad que hastiaría al más paciente y circular en coche supone pasarse buena parte del día en un atasco. Por no hablar de la profesionalidad e higiene de los taxistas, tan avispados que cambian sus turnos en las horas punta y muchas veces se niegan a recoger a los extranjeros.

Y cuando llegan las vacaciones chinas, y uno quiere viajar y conocer el fascinante país donde está viviendo, le esperarán billetes de avión por las nubes e incómodos trayectos en trenes abarrotados cuyos pasajeros no paran de hablar a gritos por el móvil, así como colas kilométricas en monumentos y parques naturales invadidos por hordas de vociferantes turistas con gorras de colores que se suben a todos sitios para hacerse fotos y saludan a los extranjeros como si hubieran visto a una estrella de Hollywood. Al principio hace gracia, pero luego ya cansa tanto “Hallou, hallou” por aquí y por allá.

Con el internet capado hasta la exasperación, las películas extranjeras limitadas a los títulos más comerciales y una vida cultural que es un erial, el ocio se reduce a pantagruélicos banquetes con “bai jiu” y borracheras de garrafón en los clubes de moda, donde, eso sí, las chicas van muy monas y muchas de ellas hacen (y se dejan hacer) todo lo posible para atrapar a un expatriado. En poco tiempo, China ha pasado de la “Revolución Cultural” a la “Revolución Sexual” debido a la efervescencia social y la apertura que ha traído el desarrollo económico. Por eso, aparte de los sueldos, que aquí son más altos para los extranjeros, me pregunto si la encuesta del HSBC se ha hecho en los bares de Sanlitun un viernes por la noche y si entre los criterios ha pesado más el ligoteo que la calidad de vida. Porque, de otra manera, no me explico que China sea el mejor país para un expatriado. Ni para un chino.

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