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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

El “jeep” bus de Filipinas

Pablo M. Díez el

En la gigantesca metrópolis de Manila se puede pasar en pocos kilómetros del distrito financiero de Makati, tan plagado de rascacielos y galerías comerciales de lujo que parece Tokio, a Ermita, el antiguo barrio de las “luces rojas” donde aún pervive una miseria chabolista como la de Bombay, y a Intramuros, el centro histórico de la época colonial española cuyos callejones empedrados y fachadas blancas con rejas negras recuerdan a Cádiz. Pero, más allá de sus diferencias sociales y arquitectónicas, lo que uniforma a esta caótica megalópolis, habitada por 12 millones de almas, es su tráfico infernal, que congestiona las calles y avenidas de las 16 ciudades y el municipio que conforman Metro Manila.

El “jeepney” es el medio de transporte más popular de Filipinas y un símbolo nacional.

Al son de una desafinada sinfonía de bocinas, en medio de este atasco permanente destacan los “jeepneys”, el transporte público más popular de Filipinas. Así se conoce a los antiguos “jeeps” que dejó el Ejército estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial y que, haciendo de la necesidad virtud, fueron reconvertidos en autobuses porque no había otros vehículos debido a la devastación que causó la contienda. Para que pudieran transportar más pasajeros, que viajan sentados a ambos lados frente a frente, los viejos “jeeps” militares fueron alargados y profusamente decorados con vivos colores. Sus adornos van desde emblemas de escuderías de Fórmula 1 hasta imágenes de la Virgen, que para algo es Filipinas el país más católico de Asia.

Con su característico chasis metálico sin ventanas de cristal ni puerta trasera, sus ruedas de repuesto a ambos lados y sus múltiples bocinas, faros y letreros por los cuatro costados, los “jeepneys” se han perpetuado en el tiempo hasta erigirse en un símbolo nacional de Filipinas, que incluso los lució con orgullo “pop” en la Feria Mundial de Nueva York en 1964. “Los jeepneys son además una metáfora de la sociedad filipina, donde lo que debería ser eterno, como el patrimonio, desaparece engullido por el trópico y las soluciones provisionales se convierten en eternas”, me explica el escritor hispanofilipino David Sentado.

Aunque ya no circulan los viejos “jeeps” “tuneados” del Ejército americano, los nuevos vehículos siguen conservando su peculiar diseño. A escala industrial, la mayoría vienen siendo fabricados desde 1953 por la marca Sarao, acertada metáfora del caos que colapsa cada día el tráfico de Manila, pero otros muchos son ensamblados en pequeños talleres con carrocerías, piezas y motores salvados de los desguaces. O, como ocurre en la isla de Cebú, con viejas furgonetas de morro chato importadas de Japón de las marcas Isuzu y Suzuki.

Por solo ocho pesos la carrera (un céntimo de euro), que pasan de mano en mano de los pasajeros hasta que llegan al conductor, los “jeepneys” recorren las ciudades filipinas sin más rutas ni paradas establecidas que su origen y el destino, garabateados en sus laterales en una abigarrada amalgama de imágenes religiosas y dibujos con los más variados motivos. A la hora de bajarse, hay que dar un golpe en el techo y gritar, en español, “¡Para!”.

A tenor de David Sentado, quien señala que hay rutas con nombres tan chocantes como “Apacible-Recto”, el “horror vacui” de los “jeepneys” responde perfectamente al ideal de belleza “pinoy” (filipino). “El arte popular ha entendido que son el mejor lienzo para expresar su abigarrado gusto estético”, explica el escritor, para quien los “jeepneys” “son nuestros grafitis, pero en movimiento”. Aunque sea en el embotellado tráfico de Manila.

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