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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Afganistán, 2002-2009

Pablo M. Díez el

En 2002, tras la caída del régimen talibán, Afganistán era un país lleno de esperanza al que cada día volvían miles de refugiados procedentes de Pakistán e Irán en busca de una ansiada paz que, por fin, parecía que iba a llegar tras casi tres décadas de guerras interminables. Siete años después, regreso a Afganistán y me encuentro un país que ha perdido todo atisbo de esperanza y optimismo en el futuro y del que sus propios habitantes están deseando volver a marcharse de nuevo.

No hay confianza en el Gobierno y las familias ya no saben en qué creer, ya que su vida es muy difícil porque, debido a la corrupción reinante en todos los campos de la Administración pública, cualquier pequeña gestión les cuesta mucho dinero y deben ir pagando sobornos cada dos por tres, explica Sabine, una cooperante alemana que trabaja en la oficina de Cáritas en Kabul.
La ONU calcula que cada familia afgana gasta una media de 100 dólares en sobornos al año, lo que supone una sangría constante para las depauperadas economías locales, ya que el 70% de los afganos sobreviven con sólo un dólar al día. En total, entre 100 y 250 millones de dólares se pagan al año en sobornos, lo que equivale a la mitad del presupuesto para desarrollo nacional en 2006.
Al igual que el resto de miembros de ONG que operan en Afganistán, la vida de Sabine está amenazada por la guerrilla talibán, que ya controla más de la mitad sur del país y está poniendo en jaque a los 70.000 soldados de las tropas internacionales encargados de mantener una paz que puede estallar en cualquier momento.
Ahora tengo órdenes expresas de no salir nunca sola a la calle, mientras que antes, en 2002 y 2003, podía conducir yo mismo un coche e ir a los mercados y al centro de Kabul sin ningún problema, recuerda Sabine resignada, mientras se ajusta el pañuelo sobre la cabeza para que su condición femenina pase lo más desapercibida posible en esta sociedad que sigue regida por los valores eminentemente machistas que impusieron, primero, la tradición islámcia y, luego, los talibanes.
Desde el pasado mes de noviembre, la situación en Afganistán se ha deteriorado hasta tal punto que ya ni siquiera Kabul es seguro, pues los extranjeros que trabajan en la capital se arriesgan a ser secuestrados o asesinados por los talibanes infiltrados en la ciudad. Hay diez coches bombas esperando a ser detonados dentro de la ciudad, dicen fuentes de Inteligencia sin contar las dos explosiones registradas esta semana y el ataque suicida que se cobró la vida de una veintena de policías al sur del país.
Según la ONU, las víctimas civiles aumentaron un 40 por ciento en 2008 y llegaron hasta los 2.100 muertos, de los cuales un tercio podría haber perecido bajo los bombardeos de la aviación americana y el resto asesinado por los talibanes.
Además, el año pasado fue el más mortífero para las tropas extranjeras desde la invasión, ya que murieron 286 soldados, mientras que en 2007 se registraron 222 bajas.
La guerra no ha terminado en Afganistán.

Foto del Ejército Nacional Afgano: ALVARO YBARRA ZAVALA

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