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La pena de Cuba

La pena de Cuba
Maria C. Orellana el

 

Cuando nuestras hijas eran pequeñas veraneamos durante unos años en la Costa Brava. Bajo nuestro apartamento había una tienda de prensa, uno de esos comercios de playa en los que igual podías comprar un periódico alemán atrasado como unas aletas de buceo o el paquete de tabaco. El dueño era un hombre gris de mediana edad, que parecía haber pasado su vida entera dentro del local, pegado a la máquina registradora despachando callado y triste a los turistas alemanes que poblaban la zona.

Una Semana Santa asistimos con sorpresa a una singular transformación en la tienda. Sonaba ritmo de bachata y una negra con estupendo trasero se contoneaba entre las estanterías. El mismo dueño de la tienda nos contó orgulloso que había viajado a Cuba de vacaciones y allí había conocido  a la que ahora era su esposa, la joven y bella cubana que adornaba con su baile los antes tristes pasillos del comercio.

De vuelta a la playa en agosto encontramos a alguien más en el local de prensa: la suegra, que acababa de llegar desde la isla caribeña para vivir con el flamante matrimonio. El vendedor de periódicos y cachivaches estaba desesperado, pues la mujer (que no había cumplido los cincuenta) pasaba el día en casa sin ocupación alguna y viviendo a sus expensas. Así que acordamos que durante nuestra estancia trabajara ocasionalmente cuidando a nuestras hijas y realizando algunas tareas de limpieza en el apartamento.

El primer día, mientras la cubana y yo dábamos juntas la merienda a las niñas para que tomaran confianza con su nueva cuidadora, le pregunté qué era lo que más le había gustado de nuestro país. Respondió sin titubear: Los supermercados. Durante aquel verano la conversación de la mujer casi siempre versó sobre las carnes, las verduras y las conservas que rebosaban en las estanterías de Mercadona o Lidl, las moras que las niñas recogían de las zarzas del camino y que ella nunca había probado antes, los helados del puesto de la playa, las medicinas que podía comprar en la farmacia.

La cubana madre fue engordando al mismo ritmo al que iban reduciéndose las faldas y los tops antes recatados de la hija e iba desmejorándose el yerno comerciante. Pero no supimos del final de la historia porque al año siguiente ya no volvimos al apartamento.

Viene a mi memoria esta anécdota cuando estos días he escuchado a algunos sectores hablar de Fidel como un referente, un idealista, el adalid contra el capitalismo que pudre al mundo. Pero lo que yo aprendí de cuba por la simpática cuidadora fueron las privaciones, la incomunicación, la falta de libertad de un régimen del que ella y su hija huyeron por la vía de un matrimonio de conveniencia…

Igual que pasa con Venezuela o Corea del Norte, lo de Cuba no es un referente, es una pena.

 

Este es mi post número 100 en el blog de ABC y lo he celebrado con esta historia que escapa al tema habitual de mujer y mundo laboral. Gracias, lectores, por vuestra fidelidad.

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