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Dímelo en la calle

Dímelo en la calle
Santiago Isla el

 

En mi corta trayectoria futbolística –en la que, quitando dos goles chuchurrios y un disparo al larguero pasé con más pena que gloria– tuve la suerte de enfrentarme a la mitad de chavales de la provincia de Coruña. Nosotros éramos los pijos, los del colegio de curas, así que íbamos pidiendo guerra; yo, además, era un lateral blandito y apetecible, un aperitivo para los delanteros que se llamaban Jonathan y fumaban porros en la Plaza de Pontevedra. En todos nuestros duelos salía perdiendo, sobre todo si hacía falta: Jonathan se revolvía en el suelo y se cagaba en mis muertos y en los que estaban por nacer.

 

–Te espero en la salida, pijo de mierda. A ver si tienes huevos.

 

Esas amenazas, que por lo general nunca llegaban a nada, tenían un denominador común: su resolución en la calle. Había que andarse con cuidado, porque por las noches no había ni padres protectores ni reglas del juego: si el Jonathan te pillaba por banda estabas con lo puesto. Al hacernos mayores la cosa cambió, porque las hostias se repartían in situ, ya fuera en el fútbol o en las discotecas. No hacía falta quedar fuera a decirse las cosas. La adolescencia, esa edad de los extremos, magnificaba más la sombra amenazadora que la propia violencia.

 

Es sorprendente ver como de alguna forma ha vuelto esa pulsión adolescente, esa necesidad de decir las cosas en la calle, como si el raciocinio o la verdad fueran una cuestión estadística que se dirime de forma desigual en función de qué bando cuente las cifras. La participación activa del ciudadano medio en las movilizaciones políticas es fascinante, ¿pero qué crédito tienen los movimientos cuyo único activo es, precisamente, la calle? Porque en la calle no hay confrontación de ideas, sino confrontación de bandos; hay banderas, hay consignas, hay pensamiento único: de la misma manera que es emocionante y esperanzador, es terrorífico y deleznable para el bando opuesto.

 

Creo que no somos una sociedad adolescente. Que no hace falta que quedemos en la calle para decirnos las cosas. Que el debate debe ser intelectual y político, no un a ver quién la tiene más larga en el centro de Barcelona. Porque las masas, cuando actúan como masa, pierden su capacidad de discernir. “Solo estamos nosotros, los buenos, pero sobre todo estamos contra ellos, los malos. Y por eso vamos a la calle a decírselo”.

Vida

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