Mi generación, por lo general tan global, tan anglicista en muchos casos, tan hija de su yo y sus circunstancias, no tiene ni papa de inglés. Hablo por supuesto de España. A vista de curriculum somos un país bilingüe, pero claro, todo el mundo entiende su vida como un globo aerostático. No deja de resultar curioso que, a pesar de la avalancha cultural que nos llega del mundo anglosajón –series, música, redes sociales, cine…– el past perfect se nos haga bola. Quizás sea por restos de paletismo histórico. Que lo de fuera no es pa tanto. Como decía Pío Baroja:
“La tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional.”
Pero claro, nos hacemos mayores y los idiomas se convierten en un dolor de cabeza distinto. De repente el inglés, como el valor en el ejército, se presupone. Muchos dejan el nido y la tierruca para lanzarse al estrellato internacional. Camarero, au pair, recepcionista, dependienta… Es un continuo retorno a lo pasado: los nietos de quienes se fueron a Suiza, o a Alemania, o a Sudamérica. Un éxodo masivo y común con una idea fija:
“Un añito aprendiendo inglés en Londres y a la vuelta me coloco en un periquete.”
Pero luego la vida es perra y uno no se redime tan fácilmente. Resulta que hay otros muchos camareros españoles, e italianos, y portugueses, y todos con una mentalidad parecida. Que Londres es una ciudad preciosa pero infinitamente cara. Que los ingleses son ingleses. Que en España –y exijo un olé que resuene de Algeciras a Bilbao– se está bastante bien.
Por suerte nuestro país pasó del pesimismo de Jaime Gil de Biedma y no termina mal. Muchos de los que se fueron vuelven. Algunos bilingües, otros intactos, la mayoría sabiendo decir soja sauce y cinammon roll. Es otro ritual, un coming of age en toda regla, como un Bar Mitzvah tardío pero salvando el pellejo. También es una desilusión. Creer que siendo camarero en Londres cambiaría la suerte. Que por irse de algún sitio se llegaba a otro. Que el futuro pinta feo. Saber, sin encontrar un verdadero culpable, que uno se fue porque no quedaba más remedio.
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