Por la cultura hay que sufrir. Me he recorrido Europa siguiendo esa máxima, con los ojos rojos y la boca seca, el légamo pastoso del insomnio en la comisura de los dientes. Guardo un recuerdo de mis viajes mucho más romántico que real, y luego cuando vuelvo a ellos me sorprendo de resaca, pidiendo el cambio en la catedral o la plaza de turno, rodeado siempre de coreanos mucho mejor equipados que yo. ¿Qué sabrán ellos de Europa? Al final, mi resaca es una lente más.
Pertenezco a la generación Erasmus Interrail –y eso que no practiqué ninguna–, asà que es lógico que asocie el viajar con el despendolamiento general. La putada de ser joven es que se te exige por la noche y por el dÃa: latino en la discoteca y alemán en el museo. Toca fascinarse con la privación del sueño. Cuando regreso a mi casa, cuento siete canas más.
Es difÃcil negarse a la excitación de lo desconocido. Al estar fuera de España, con lo que eso supone, la intensidad se hace necesidad y hay que hacerlo todo, verlo todo, beberlo todo. ¿Cómo no vas a salir por tercera vez consecutiva? ¡Si estamos en ParÃs! Y yo me hundo como un bollito tierno y grito boulangerie y camembert para darme ánimos. Por cierto, la Mona Lisa una mierda.
La verdad es que recorrer Europa de resaca tiene sus ventajas. Me he dormido el 90% de los trayectos (todavÃa pienso que a Budapest se puede llegar andando) y sé plegarme en los aviones como una gimnasta rusa. He descubierto mil lugares con la mirada de un niño, la alucinación de las legañas y los pies frÃos y temblorosos. Toda esa impresión deja una huella extraña en la retina. El Panteón es un ovni. Copenhague una casa de muñecas. Lisboa un parque de domingo. Ser europeo es increÃble. DeberÃa viajar más.
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