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Amor para hombres raros

Amor para hombres raros
Santiago Isla el

 

Enamorarse es un acto extraño, premeditado en ciertos casos –hay gente muy propensa a enamorarse y eso es curioso–, erosivo casi siempre y una continua sacada de muelas si sale mal. Para la gente flexible, es natural. Para las personalidades graníticas como la mía, cabalga entre la ofensa y la iluminación. Cuántas veces se sueña con la irrupción de un ángel que nos salve de uno mismo y qué pocas veces se renuncia al entramado complejo de la personalidad, a las manías, a los vicios, al yo hipertrofiado. Como dicen las abuelas, a cierta edad los hombres solteros se vuelven hombres raros.

 

¿Voy a ser yo un hombre raro, un monumento a la individualidad, una atalaya pensativa? Espero que no, porque sería un hombre frustrado. Esto no significa que devore el primer plato que me traigan. También hay gente que se ha enamorado de mí, por sorprendente que parezca. Y aunque esta excepción resulte halagadora, cuando uno se vuelve sujeto deseado y no lo corresponde, el amor se hace violento, las relaciones se convierten en lodo, cuesta respirar una normalidad que hasta ese momento existía. Desear es proyectar a otra persona al antojo de unos ideales propios. Ser deseado es, simplemente, habitar una realidad desconocida. Y eso es raro.

 

Nadie puede ponerle la zancadilla al deseo. Desearé a Stalin si me place.

 

¿Por qué entonces esta reacción alérgica al deseo ajeno? Hay quien puede ver una situación de superioridad. No lo creo. Dice el proverbio latino que stercus cuique suum bene olet (cada cual gusta el olor de su estercolero). Para mí la explicación está en el lado opuesto. Somos íntimamente conscientes de nuestras propias miserias. Si el amor es compartido, el deseo del otro las difumina. Al no serlo, las pone de manifiesto. ¿Cómo no vamos a despreciar a alguien que se enamora de nosotros, siendo nosotros el insecto débil y asustado que somos?

 

Y sin embargo, qué volátil es todo. Qué cansado se está de uno mismo, y qué fácil se supera el tedio. El tesoro de nuestra personalidad, que parecía de un valor incalculable, lo vendemos a los rusos por cuatro fusiles. Se pasa de la muralla al puerto. Del Nobel al Hola. Se resquebraja el ídolo de piedra y entonces se puede decir:

 

Plenus rimarum sum, hac atque illac effuo.

(Estoy tan lleno de grietas que por todas partes me salgo).

Vida
Santiago Isla el

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