Ahora que, pasadas unas semanas, se puede hablar objetivamente de lo malo, voy a enterrar frente a mi casa el último aliento del verano. Nuestra relación fue como todas: entramos como elefantes, tirando abajo la cacharrerÃa; en algún momento nos acostumbramos y todo se volvió tibio; al final, solo quise que acabara para volver a ser yo mismo. Ahora que soy yo mismo, me despierto entre la pereza y la nostalgia. Llega el invierno –que es, como quien dice, la vida– y lo liviano se cae solo, una construcción sin armadura que hace crack a la primera noche frÃa.
La mitologÃa veraniega va perdiendo peso a medida que se muda la piel de la infancia: nada es tan importante ni se toma tan en serio como los juegos de niños. La recuperación es, a golpe de necesidad, casi instantánea. Tengo la piel blanca de nuevo, de vuelta de lo breve y de la playa; apenas quedan marcas en la cintura: mi intimidad ya no parece un secreto. Era imposible, sin embargo, no respirar el aire a redención que corrÃa por las calles en junio, como si el fracaso fuera estacional y muriese en las hogueras del dÃa de San Juan.
Quién sabe si por el calor, el despelote, la levedad o la impaciencia; por algún motivo el verano todavÃa desprende un aroma excitante y un sabor a fruta madura. Miro hacia atrás con candidez. Yo fui un niño grave que, con infinita ternura, se enamoraba de niñas en Converse que grababan su nombre en el diario. Ahora soy yo, una versión presente, entre lo adolescente y lo adulto, asà que medio ingenuo y medio resignado.
Por eso me da pena mirarle la cara al verano, ese pálido rostro, desde mi ventana. Los dos vamos abandonando ya la blanca intensidad de la niñez. El bañador al oscuro baúl y ahora la incertidumbre –el entretiempo–. ¿Qué hubiera pasado, qué hubiéramos sido, y si…? No lo sé. Al placer le salen arrugas. Ya no escribo cartas en códigos extraños, ni busco a tientas dos labios con los ojos cerrados. El fin del verano es, en cierto modo, el fin de una vida, y como todo fin es doloroso. Pero detrás de esta hay otra vida más. Espérame hasta junio. Pálido rostro de verano.
Vida