La tarea o el vicio de escribir viene, entre otras muchas cosas, de una singular admiración por las palabras. En cuántas ocasiones me he sorprendido a mí mismo embobado con el eco de un sufijo, la delicadísima operación del adjetivo o la construcción penosa de un neologismo. El amor es expansivo: por las lenguas hijas del latín, por la pureza de sus formas, por la constancia real de su significado. Por eso duele tanto ver la perversión del lenguaje.
Como todo en esta vida, la lengua es susceptible de ser empleada como arma, de arrojarse directamente al contrincante como objeto punzante y no como vehículo de persuasión. Mucho tiene que ver la sobredimensión de la vida política, que ensucia todo lo que toca, y frivoliza cualquier hecho trascendente para amarrarlo a lo inmediato. A quien opera a diario en el fango, el esplendor de la Academia le resulta siempre ofensivo.
El lenguaje ya ha sido pervertido en multitud de ocasiones. Siempre que una nueva idea totalitaria surge –cualquier concepto, en la rama que sea, que reclama una subordinación absoluta de todos los demás elementos a ella–, la lengua es una de las primeras encadenadas. Se le ponen grilletes, se manipula su sintaxis, se reordenan sus prioridades y se la somete a un servilismo que la anula casi por completo. La lengua deja de ser un fin en sí mismo, y se convierte en medio para la realización de un fin anunciado como mayor.
La lengua debe resistir también a la censura. Esto no significa anclarse en el inmovilismo. La lengua está viva, palpita, no es un monumento granítico. Pero no se puede arrasar sin miramientos, eligiendo qué términos son válidos y cuáles no, a dedo. Nadie tiene autoridad para sentenciar a las palabras: solo la sociedad como conjunto es capaz de enterrar los viejos usos y hacer que broten nuevos. El salón lo ventilamos todos.
Ya no se puede, como diría Salinas, vivir en los pronombres. Tengo miedo de que yo, o tú o ellos pasen a encerrar un significado horrible que me desprestigie a mí y al castellano por hacerlo. Quizás haya que hacer caso a los inquisidores. Hablar un idioma aséptico, esterilizado, neutro, sometido. Un idioma con palabras en cuarentena. Una lengua pervertida.
Cultura