La mayoría de ustedes no dudaran en responder afirmativamente a la pregunta que se formula en el título. Y es que como la vida nos obliga a juzgar constantemente los comportamientos ajenos, admitir que no lo hacemos de manera correcta supone reconocer que cometemos errores de juicio asiduamente. Pero antes de que se responda me atrevo a pedirle, querido lector, que lea estas líneas hasta el final.
En su obra “El criterio”, Jaime Balmes ofrece tres reglas de juiciosa cautela para acertar a la hora de valorar el comportamiento ajeno. Y les confieso que personalmente las he puesto en juego en muy contadas ocasiones. Razón por la cual es muy posible que mis juicios sobre la conducta de los demás hayan sido equivocados. Pero debo añadir en mi descargo que, como estoy seguro de haber vivido rodeado generalmente de buena gente, la propia rectitud de su conducta habrá hecho muy difícil que me equivocara en mis juicios. Pero vayamos con las reglas.
La primera es no debemos fiarnos de la virtud del común de los hombres si es sometida a una prueba muy dura. Dice Balmes que resistirse a tentaciones muy vehementes exige una virtud firme y acendrada, que se halla en pocos. Y sostiene con razón que en tales circunstancias la debilidad humana nos hace sucumbir. Lo cual es particularmente cierto, añado yo, en una época como la presente en la que deseamos a vivir a tope y sin las limitaciones que imponen los valores.
La segunda es que para saber en un caso dado cuál será la conducta de una persona “es preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto pueda influir en su determinación”. Esta regla invita a tener en cuenta la multitud de circunstancias que influyen en toda decisión, ya que el olvido de alguna de ellas puede conducirnos directamente al error. La dificultad de aplicar correctamente esta regla reside, a mi modo de ver, en que solemos desconocer, sobre todo, los defectos de los que nos rodean ya que tienden a ocultarlos. Como escribe Balmes “desgraciadamente, el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para acertar”.
La tercera y última regla es que “debemos cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y guardarnos de pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros”. Reconozco que esta regla es la que más suelo incumplir. En muchísimas ocasiones, suelo enjuiciar la conducta de los demás tomándome a mi mismo como pauta: soy yo el que se pone en su lugar, con lo cual solo sé qué haría yo pero no él. Dice Balmes, con razón, que esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para encontrar la verdad respecto de la conducta de los hombres.
Soy de la opinión que vivir es un continuo aprendizaje y, aunque a veces me cuesta, ya empiezo a juzgar a los demás dejando de ponerme en su lugar. Seguramente, ahora voy acertando más que antes, pero me resulta más fatigoso por lo ya dicho de que, en lugar de aprovecharme de la facilidad que suponía ponerme como patrón, tengo que dedicarme a la compleja tarea de averiguar como es la persona cuya conducta juzgo.
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