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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

ETA, el país vasco y la valentía de unos pocos

José Manuel Otero Lastres el

Hace unos años, un buen amigo, me regaló “Los peces de la amargura” de Fernando Aramburu y recuerdo que su lectura me sobrecogió. Acabo de leer su última novela “Patria” y todavía me impresionó más intensamente. Pero no me extraña lo que se narra extensamente en esa excelente obra, ya lo anunciaba su entrega anterior.

Hace muy poco, el reputado crítico literario Juan Ángel Juristo comentó a un grupo de personas entre las que me encontraba que así como para conocer la guerra de Secesión norteamericana había que ver la película “Lo que el viento se llevó”, para saber lo que sucedió en el país vasco durante los años de plomo del terrorismo etarra habría que leer “Patria”. Estoy completamente de acuerdo.

Pero para expresar nítidamente lo que siento después de leerla, voy a comenzar reproduciendo un pasaje de la obra maestra de Stefan Zweig “Castelio contra Calvino. Conciencia contra violencia” que refleja perfectamente las actitudes de los ciudadanos durante esos años negros del terror de ETA.

Escribe Zweig “Hasta los pocos amigos que le admiran (se refiere a Castelio), incluso ellos, solo se atreven a infundirle ánimo en secreto y al oído, ponerse públicamente del lado de un hombre que, imperturbable… alza su voz en favor de esos desposeídos de sus derechos, de esos sojuzgados, y que, más allá del caso particular, niega a todos los soberanos de la tierra, y de una vez por todas, el derecho a perseguir a cualquier hombre a causa de su ideología”.

Y es que la principal impresión que me ha producido la lectura de la novela es el ambiente de cobardía, de silencio, y de rechazo vergonzante de una parte importante del pueblo vasco hacia las víctimas de la banda terrorista. Pues bien, Fernando Aramburu describe maravillosamente el enrarecido y putrefacto ambiente que se instaló en la sociedad vasca tras la llegada de la locura etarra.

Recuerdo de pequeño en La Coruña, allá por comienzo de los años sesenta del siglo pasado, la admiración que sentíamos por los vascos que acompañaban con sus grandes txapelas al Athletic, cuando el Deportivo estaba en primera división, o al Baracaldo y al Sestao, entre otros, cuando estaba en segunda. Lo que no podíamos imaginar entonces, al menos yo, es que entre ese pueblo hubiera no solo asesinos que se dedicaron a sembrar España de muertos inocentes, sino también cobardes que denunciaron a sus paisanos, los pusieron en el punto de mira de los descerebrados etarras, miraron para otro lado mientras los asesinaban y, lo que es todavía peor, le hicieron el vacío a familias enteras por el solo hecho de no comulgar con las disparatadas tesis del separatismo vasco. Por muy incomprensible que pueda parecer, ante el repugnante espectáculo de ver cómo pistoleros profesionales abatían a seres humanos desarmados,  una parte importante del pueblo vasco se puso del lado de los pistoleros y no de las víctimas inocentes.

Por eso –y quiero que se me entienda bien- si algún día sentí admiración, en general, por el pueblo vasco, seguramente cuando ya estaba larvado entre ellos el veneno del separatismo terrorista, hoy manifiesto mi decepción y mi desprecio por todos aquellos –ni uno más pero tampoco ni uno menos- que, en lugar de hacer gala de la valentía de Castelio, contribuyeron a crear el caldo de cultivo en el que se desarrolló la locura etarra.

Habrá quien piense que algunos tienen la disculpa del miedo. Pero los que no se sientan cómplices de aquella locura en la que, insisto, se asesinaba a traición a ciudadanos inocentes por el solo hecho de no comulgar con los disparatados objetivos de la banda y sus compinches, todavía pueden mostrar valentía aunque solo sea un ápice: salgan a la calle -que ahora no les va a pasar nada- y exijan a la banda ETA que se disuelva, que entregue las armas, y que pidan perdón por el daño irreparable que le han hecho a los vascos.

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