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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El concierto de los Rolling Stones

José Manuel Otero Lastres el

Hay pocos acontecimientos que nos movilicen tanto como los espectáculos musicales. A cada grupo social, le atrae un tipo de música, pero a todos sin distinción nos estimula en lo más íntimo de nuestro sentimiento estético este arte de combinar los sonidos. Ayer fui por primera vez en mi vida a un concierto en directo de música moderna: el de los Rolling Stones en el Bernabéu que congregó a  más de cincuenta mil personas.

Me impresionó la  intensa identificación sentimental de los asistentes con el genial conjunto británico. Hasta tal punto se produjo esa identificación entre público y artistas, que me atrevo a afirmar que casi ningún otro acontecimiento humano produce un efecto de cohesión ritual tan fuerte como el de la música moderna.

Y es que en nuestros días la música se ha convertido, como ha expuesto en un brillante estudio Maria-Ángels Subirats, en un rasgo de identidad de las llamadas tribus urbanas. Pero más allá de este innegable efecto clasificatorio y agrupador que desempaña la música como verdadero eje de identificación tribal, lo que llama la atención es que desde hace algunos años ha surgido una nueva liturgia musical oficiada en los macro-conciertos, de la que llegan a participar, como en el presente caso, aficionados de distintas generaciones. No sería de extrañar que ayer coincidieran  en el macro-concierto hijos, padres, abuelos y hasta bisabuelos partidarios de los Rolling Stones.

Por lo que pude ver ayer, actualmente los que asisten a los conciertos de música moderna  más que a escuchar y sentir individualmente la música, van a vivirla. Como dice la citada M.A. Subirats, “el baile es la vía para pasar de escuchar a vivir, a sentir la música”. Esta autora subraya que los  ritmos y melodías van produciendo unos movimientos repetitivos y más o menos sincronizados en los asistentes que desembocan en una especie de danza común. Y concluye señalando que todo ello se traduce en una suerte de comunicación corporal entre los miles de asistentes lanzados a la cancha de baile en medio de un ruido ensordecedor y de un vertiginoso juego de luces, y casi todos grabando el espectáculos con sus teléfonos móviles, que se divisaban como minúsculos puntos de luz en la oscuridad de la noche.

Este ritual común de danzar al ritmo de la música, unos juntos a otros, contagiados por un mismo estado emocional, y más o menos excitados por el sonido y sustancias avivadoras de los sentidos, permite, además, que cada uno se desnude temporalmente de su propia individualidad y se revista con el traje difuso del anonimato. Esta especie de alienación esporádica de lo propio por lo común, y la posibilidad de que cada asistente participe activamente en el ritual oficiado por los músicos ejecutantes explican los reiterados llenos que se producen en todos los conciertos. Ayer pude comprobar que la música moderna se ha convertido en una especie de “dios menor” que cada día gana más adeptos.

 

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