Se narra en “Lazarillo de Tormes” que la madre del protagonista, tras enviudar del padre de Lázaro, se emparejó con un negro (“hombre moreno” se dice en la obra) y tuvo con él un hijo, “un negrito muy bonito”. Y se añade que éste al ver que Lázaro y su madre eran blancos y su padre negro, huía de él con miedo y señalándolo con el dedo decía: “¡Madre, coco!”. Este suceso suscita en Lázaro de Tormes la siguiente reflexión: ¡Cuántos debe haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a si mismos!
¿Es verdad que llegaríamos a huir de nosotros mismos si viéramos realmente como somos? Me temo que no. La razón de ello es que solemos ser tan benevolentes con nosotros mismos que nunca acabamos de ver nuestra mismidad.
A poco que pongamos un poco de atención cuando alguien habla de si mismo, veremos que nunca suele reprocharse defecto alguno. Llenos de falsa modestia podemos minimizar algunas de nuestras evidentes virtudes, pero en contadísimas ocasiones admitiremos algún defecto importante, ligeras imperfecciones sí, pero lo que se dice un vicio grave, en modo alguno.
La experiencia enseña, sin embargo, que cada uno de nosotros es no solo como se ve, sino como lo consideran los demás. Lo que pasa es que los demás no suelen decirnos los defectos que nos ven. En nuestra presencia, hablan de los de otros que están ausentes, pero nada dicen de los nuestros. Sin embargo, cualquiera con un mínimo grado de entendimiento puede caer en la cuenta que el silencio sobre los defectos del que está presente no obedece a que no los tenga, sino únicamente a la circunstancia de que solo se suele hablar mal de los ausentes.
Así que si nosotros no solemos ver nuestros propios defectos y los demás no los comentan en nuestra presencia, tiene sentido que nos creamos mucho mejor de lo que realmente somos. Razón por la cual, al contrario que Lázaro de Tormes, pienso que es lógico que huyamos de otros, pero no de nosotros mismos, porque estamos tan pagados de nuestra mismidad que no descubrimos razón alguna para hacerlo.
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