Airbnb significa realmente “cama hinchable y desayuno” (air bed and breakfast). Cuando empezó todo, en noviembre de 2008, pudo parecer un acrónimo con poco glamour, apenas una extravagancia. No consta que ningún empresario hotelero pestañeara inquieto. Ocurrió más o menos así: Brian Chesky y Joe Gebbia, dos amigos de San Francisco, estudiantes de diseño, apenas podían pagar el apartamento en el que vivían. Un mes de crisis total, que coincidió con una importante feria en la ciudad, decidieron comprar un par de colchones inflables, improvisar una web y ofrecer aquel modesto espacio libre a quien lo quisiera: cama hinchable y desayuno, airbnb. Hoy se calcula que la web vale unos 9.000 millones de euros.
Siempre se habían alquilado casas en la playa, pensaron algunos. La osadía de la cama inflable no parecía una amenaza seria. ¿Cómo competir con los servicios y la seguridad de un hotel? Y, sin embargo, aquella idea era radicalmente nueva: el concepto de alquiler se extendía de la playa a las ciudades; pronto al apartamento modesto se sumaron casas con encanto, pisos de lujo, castillos, dúplex, y hasta pueblos enteros; las familias descubrieron una solución para sus problemas de alojamiento (era más barato, podían encontrar opciones cómodas y atractivas para ir con los niños). En pocos años, el invento ha roto todas las costuras. Xavier Theret, de Turismo de Nantes, me confesaba recientemente sus problemas para saber cuántos turistas visitan su ciudad porque la mayoría de ellos se aloja en casas particulares.
Claro que no todo era idílico, sobre todo para los hoteleros de toda la vida, que pronto se dieron cuenta de que estas nuevas empresas se comían un pedazo de su pastel con pocos gastos y obligaciones. Y en ese punto estamos, con decenas de páginas web (Airbnb, Housetrip, Only-apartments, HomeAway, Windu…) que alquilan casas en casi cualquier lugar del mundo (Airbnb ya ha entrado en Cuba), ante la explosión de una nueva forma de viajar y un marco jurídico común por definir, alegal en muchos casos. En España hay cientos de miles de camas disponibles, según Joseba Cortázar, responsable de HomeAway en la Península Ibérica. Dice que es el tercer país del mundo donde se hacen más reservas, sobre todo en Barcelona, donde hay una oferta de unas 7.000 viviendas. Y son las Comunidades las encargadas de regular esta actividad. Por ahora solo lo han hecho Cataluña, Baleares, Madrid y Aragón, con diferentes restricciones que no siempre se cumplen. Otras (Andalucía, País Vasco, Canarias, Galicia y Castilla-La Mancha) están en ello.
En este jardín asilvestrado, algunos empresarios hoteleros han encontrado su sitio. ¿Por qué dejar en manos de los emprendedores de internet un negocio tan prometedor? Kike Sarasola, presidente de la cadena hotelera Room Mate, ha creado BeMate para hacerles la competencia desde el negocio clásico. Su propuesta se centra en apartamentos de alta calidad (verificados por su equipo), diseño chic y buena situación con algunos de los servicios de hotel (por ejemplo, conserjería 24 horas). Cualquiera puede ofrecer su casa a BeMate, y el cliente puede sentir la tranquilidad de que hay una empresa hotelera que supervisa el proceso.
Más allá de las sospechas de los hoteleros y de Hacienda y de una regulación global que tardará en llegar, los usuarios parecen haber dictado sentencia. Dormir en casas de alquiler está de moda. “He reservado una casa en Santorini”, me decía una amiga cuando preparaba este artículo. Internet y las app han cambiado el orden de las cosas. Y lo harán aún más. Hay quien intercambia sofás que huelen a noche (couchsurfing.com), pero también diseñadores y artistas visuales que prestan sus impecables residencias (behomm.com). Hay quien aloja viajeros en sus casas para ganar días en otra ciudad (mytwinplace.com). Hay hostels (albergues) vintage y hipsters (theposhpacker.com). Incluso hay un airbnb para gays (www.misterbnb.com/es). Aquella vieja pregunta (¿en qué hotel te alojas?) ya no refleja toda la realiadd.
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