Un eurodiputado desea tener su propia Ley Integral Personal de Violencia de Género, que no es la que se aplica a los demás varones en España desde que él sacó adelante como ministro de Justicia la que tenemos ahora. La exigencia no es tan descabellada: don Juan Fernando forma parte de la elite a la que las leyes le afectan menos sencillamente porque las redacta. No se arrastra por juzgados de excepción como los demás imputados porque declara en su propio tribunal de Violencia contra la Mujer, el Supremo. Pernocta en su cama, cuando los denunciados duermen habitualmente en la comisaría incluso ante acusaciones inverosímiles. Muchos pierden el empleo cuando su comunidad los estigmatiza, pero la comunidad de este señor ha decidido que puede seguir cobrando por hacer lo mismo, aunque sentado en otro escaño un poco más allá. Tiene acceso a los medios de comunicación para lavar su imagen. Lo más sorprendente es que lo aprovecha para acusar a su mujer de “inventar un maltrato para conseguir la custodia de sus hijos menores”. El embudo de género construido por don Fernando en 2004 se basa precisamente en la invención: en que algunas mujeres inventan que las han maltratado. La avalancha de denuncias falsas hace que luego algunos no crean a las verdaderas maltratadas. El montaje legal se basa en arrebatar a todos los varones la presunción de inocencia. En un principio nunca escrito, pero latente en nuestra jurisprudencia:
Todos lo hacen.
Se basa en una maquinaria formidable de captación de votos para ganar elecciones y de generación de puestos de trabajo para emplear a feministas: el Sistema. Me refiero al esquema feminista radical que López Aguilar contribuyó a edificar, que a estas alturas tiene mucho más de industria que de ideología porque asegura los garbanzos a decenas de miles de personas entre juristas, médicos, telefonistas, psicólogos, asistentes y gestores de residencias. La estructura creada por el PSOE y no desmontada por el PP pretende que todas las denuncias interpuestas en España son ciertas. Más o menos una cada cuatro minutos. El Sistema requiere un alud continuo de denuncias cuya veracidad nadie debe cuestionar porque con las ciertas no habría suficiente flujo para que la industria continuara en pie.
Todos lo hacen.
En 2005, con López Aguilar como ministro de Justicia, el Gobierno socialista anunció que las asociaciones del gremio se repartirían las subvenciones para las maltratadas de acuerdo con el número de “denuncias interpuestas”, un eufemismo de “denuncias conseguidas”. Si no convences para que denuncie a la mujer que te consulta, no hay dinero para la asociación. Si se juzgaran sólo los casos de malos tratos avalados por pruebas o indicios, si el Sistema distinguiera en algún momento verdad de mentira, toda la estructura de ideología y de trabajadores de género se caería. Junto con los votos. Por eso no puede haber presunción de inocencia. Por eso, denuncia es sinónimo de verdad. Ahora, el Sistema quiere alimentarse de uno de sus padres, el mismo que dijo que las denuncias falsas eran “un coste asumible” de la Ley de Violencia de Género. Que no tenía previsto que una le cayera encima precisamente a él. Una socialista amiga suya dice que el exministro merece la presunción de inocencia, lo que jamás mereció la legión de hombres señalados antes. El Sistema no puede dársela: no existe para los varones.
Un matiz conceptual: hay que apoyar a las maltratadas porque maltratada no es siempre lo mismo que denunciante, como pretenden hacernos creer. Verdad y mentira también existen como conceptos independientes.
Otro: el feminismo es una ideología igualitaria que persigue la plenitud de derechos de la mujer. Todos estamos con ella. El feminismo radical es casi lo contrario. Su discurso es igualitario, pero su praxis es desigualitaria: pretende someter al hombre. Feminismo radical y machismo, que a menudo son lo mismo, distinguen las ideas de hombre y mujer como antagónicas, pero ignoran el concepto integrador de persona.
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